La muy truculenta vida de Screamin’ Jay Hawkins
El músico aportó una canción obsesiva al canon del pop, pero sobrevivió profesionalmente en los márgenes
Ocurrió, no sé, hace mil años. Entrevistaba a Nick Cave y le pregunté por la gira que realizó por Australia con Screamin’ Jay Hawkins (1929-2000). Esperaba alguna anécdota divertida, pero no: “Jay fue divertido el primer día. Luego, se convirtió en una pesadilla. Nunca más”.
Hawkins provenía del chitlin’ circuit, la red de locales que animaban los artistas negros durante los años de la segregación racial. Allí, las condiciones eran deplorables y la compensación tendía hacia lo miserable. No obstante, aprendió trucos que le sirvieron cuando se encontró actuando ante públicos blancos. Si las circunstancias lo permitían, se negaba a aparecer si no se le pagaba antes de salir al escenario, y en metálico. Desconcertado, el promotor explicaba que ya había hecho una transferencia al mánager de Hawkins, “aquí tengo el recibo”. Inamovible, Hawkins disfrutaba de la confusión del hombre y del creciente alboroto del público. Generalmente, se hacía su voluntad. Cobraba, arrasaba ante los espectadores y dejaba al organizador la tarea de intentar recuperar su dinero.
Todo lo que contaba Hawkins había que tomárselo con un grano de escepticismo. Desde sus hazañas bélicas (en la Segunda Guerra Mundial y/o en el conflicto de Corea) a sus logros como boxeador, alardes desmontados por su biógrafo, Steve Bergsman. Por no hablar del número de esposas y las docenas de hijos que se le atribuyeron. Lo incontestable era el poderío de su voz y lo truculento de su imaginación. Su mayor éxito (en realidad, su único éxito) fue I Put a Spell on You, donde apercibe con una maldición a la amante que le ha abandonado.
Esto necesita precisiones. La primera interpretación grabada de I Put a Spell on You era un blues ralentizado, con comodidad para los instrumentistas; la siguiente, hiperdramatizada, ofrecía un muestrario de gritos, risotadas y gruñidos. Esa es la que ha quedado para la historia, potenciada por el atrezo, que llegó a incluir un féretro, del que aparecía el cantante. Una sugerencia, aseguraba Hawkins, de Alan Freed, el padrino del rock & roll, que sabía de la popularidad del cine de terror de serie B entre los teenagers. Unos añadidos que además encantaban a los realizadores de televisión.
Lo extraordinario es que I Put a Spell on You no alcanzó el éxito en la voz de su creador. Los radiofonistas blancos encontraban ecos eróticos en su frenesí; sus colegas negros, en lucha por los derechos civiles, rechazaban sus sugerencias de vudú y canibalismo. Pero el tema triunfó con las versiones de Alan Price, Creedence Clearwater Revival o Nina Simone (que lo usó incluso para dar título a su autobiografía). Su gancho pasa por encima de generaciones: en 2015, volvió a ser éxito en la voz de Annie Lennox, tras su inclusión en la banda sonora de Cincuenta sombras de Grey.
Screamin’ Jay Hawkins no volvió a encontrar el equilibrio entre histeria y amenaza que caracteriza I Put a Spell on You. Parecía pensar en términos de provocación, como un Marilyn Manson cualquiera: escribió incluso Constipation Blues, donde escenifica un episodio de estreñimiento y, uh, su resolución.
Y la paradoja final. Aparte de sus apariciones en películas de Jim Jarmusch o Álex de la Iglesia, Hawkins solo volvió a tener presencia mediática con su lectura garajera de una pieza de un compositor blanco: Heartattack and Vine, de Tom Waits. Le salió demasiado bien: se aproximó a la voz lobuna del autor y los vaqueros Levi’s compraron los derechos de la grabación para una potente campaña de publicidad televisiva. Ignoraban o prefirieron ignorar la oposición total de Waits al uso de su música en publicidad; les demandó y consiguió una indemnización millonaria y disculpas públicas de la empresa. Cabreado, Screamin’ Jay Hawkins solo pudo preguntar quién imitaba finalmente a quién.
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