László Krasznahorkai, escritor: “La gente necesita que se le mienta”
El novelista húngaro, cuya novela ‘Tango satánico’ fue llevada al cine por Béla Tarr en una película de culto, es una de las grandes figuras de la literatura centroeuropea
Su nombre nunca falta en las quinielas del premio Nobel. Admirado por Susan Sontag, que lo definió como “maestro del apocalipsis”, y por W. G. Sebald, que situó la universalidad de su obra a la altura de la de Gogol, cierta aura de misterio rodea a László Krasznahorkai (Gyula, Hungría, 68 años), poco dado a conceder entrevistas. En el escenario del Baluarte, durante los recientes Encuentros de Pamplona este otoño, acompañado de Adam Kovacsics, traductor al español de su obra publicada en el sello Acantilado, donde se encuentran títulos como Tango satánico o Guerra y guerra, contaba que cuando salió su primer libro muchos dudaban de que él realmente existiera.
Alto y con una expresiva mirada de ojos achinados azules, siempre viste de negro —como le explicó hace décadas a Kovacsics en su primer encuentro— y su proximidad a la filosofía oriental es patente no solo en su obra, sino también en su ademán calmado. Criado en una familia burguesa judía, su aproximación a la literatura llegó tras varios años de vagabundeo por Hungría, en los que buscaba la compañía de aquellos que vivían en los márgenes —”quería estar entre los más pobres porque pensaba que ellos eran quienes vivían la realidad”—. Rechazaba entonces la idea de convertirse en algo, de construirse un futuro en el régimen comunista donde nació y creció. “En esas dictaduras uno pensaba que el mundo era así y así sería mañana, y pasado mañana, el tiempo no tenía importancia”, recordó en Pamplona. Tras esa primera etapa de inconformista errante, quiso dedicarse a la música y acabó escribiendo una primera novela en 1985, que tituló Tango satánico. La idea de “arreglar” ese libro y alcanzar lo que realmente se había propuesto es lo que le ha empujado a seguir intentándolo una y otra vez, aseguró el ganador del Man Booker Internacional en 2015. Desde hace casi tres años reside en Trieste, aunque pasa largas temporadas en Hungría y en Viena, “el triángulo austro-húngaro”.
Estrecho colaborador de Béla Tarr, el director de cine que llevó a la gran pantalla Tango satánico en una película de culto de siete horas, entre sus amigos se han contado desde Allen Ginsberg hasta Imre Kertész. Como recordó al hablar del premio Nobel húngaro y del autor Miklós Mészöly, con ellos nunca hablaba de escritura: “Eso es algo privado, tampoco explicas nunca cómo te quitas los calcetines, es cosa tuya”.
Pregunta. Crecer en el bloque soviético, ¿le permite comprender mejor lo que pasa hoy en Rusia?
Respuesta. Lo que está pasando hoy no lo entiende nadie, ni siquiera los rusos. En Hungría había una ocupación, sabíamos que los rusos estaban allí, sufrimos la dictadura, estaban presentes, pero no eran visibles. Lo mismo pasaba en Polonia, en Bulgaria o en la RDA. Mantenían contacto con un grupo reducido de gente en cada país.
P. ¿La invasión de Ucrania está despertando viejos fantasmas?
R. Ahora es imaginable que puedan atacar cualquier país en cualquier momento. Putin aprendió que gana quien golpea primero. El pueblo ruso está muy teledirigido y manipulado. Occidente prefiere reaccionar, pero sería importante que diera el primer paso. No propongo bombardear a diestro y siniestro, es algo más complejo.
P. Sostiene que los desposeídos fueron los más engañados por el régimen comunista, que les decía que el poder era suyo. Hoy este grupo con frecuencia apoya a políticos populistas como Orban o Trump. ¿Cómo lo explica?
R. Los canallas saben perfectamente cómo manipular. La gente no necesita profetas, sino falsos profetas. Por un lado, están quienes, en muchos casos, vienen de ese mismo medio y se convierten en gente poderosa y rica. Por otro, está ese pueblo siempre oprimido en todos los regímenes, que se resiste a admitir la verdad. La rebelión de esas capas sociales se volvió anárquica por la impotencia, así que solo buscan la destrucción de lo que había antes. La gente necesita que se le mienta.
Los canallas saben perfectamente cómo manipular. La gente no necesita profetas, sino falsos profetas
P. Parece que lo escribió Dostoievski sobre el Gran Inquisidor sigue vigente.
R. Dostoievski sabía muy bien de qué iba la cosa, su conocimiento del hombre era muy profundo, pero su anhelo religioso le empujaba a buscar la salvación, veía como víctimas sacrificiales a los marginados.
P. ¿Siente que está en auge la pulsión hacia la destrucción de todo lo había antes?
R. La gente cree cada vez menos en las cosas. Pero todavía no existe ese falso profeta, las mentiras de los políticos hoy solo duran un periodo electoral, no toda una vida. Asaltan el Congreso, como ocurrió en EE UU, y tampoco saben lo que hacen. En el Capitolio había unos dando golpes y otros mirando asombrados el edificio. Fue trágico y ridículo a la vez. Hay que pillar a los canallas, pero no se puede simplificar tampoco el papel de aquellos que destruyen.
P. Afirma que el tiempo es un invento de los hombres y denuncia la absoluta aceleración en la que vivimos. ¿Qué otros rasgos le preocupan de la sociedad actual?
R. Debido al desarrollo tecnológico, todo ocurre mucho más rápido que hace 50 años. Nuestra conciencia del tiempo también se acelera. Recibimos una cantidad de información impresionante y llega con tal rapidez que pasa a no significar nada. Se necesita tiempo. Además, en nuestra sociedad del confort lo importante es mantener a la gente alejada de lo real. Cada vez tenemos menos relación con la realidad y cada vez más con lo que algunos dicen sobre ella. Si me entero de que ha habido un accidente en la esquina puede que no signifique nada, pero si alguien se desploma delante de mí y está ensangrentado eso se me va a quedar grabado.
P. ¿La experiencia directa se está perdiendo?
R. Se está limitando la comunicación con la realidad porque lo único que se tiene delante es la pantalla. Se produce la aniquilación de las tradiciones antiguas, es decir, de ese saber acumulado que no se puede transmitir con un teléfono inteligente. Hay cosas que solo se pueden aprender de forma directa, como ocurre con los aprendices de los carpinteros de los templos en Japón. El maestro coge un cepillo y hace dos o tres movimientos antes de pasárselo al alumno para que lo repita el resto del día. Al terminar le dice que está mal, y al día siguiente hará lo mismo. Si el aprendiz pregunta cómo hacerlo bien, errará porque no hay respuesta. Lo único que cabe hacer es imitar, imitar, imitar hasta que el maestro concede que está bien.
P. ¿Este concepto de la tradición es particularmente importante en su escritura?
R. Yo escribo sobre gente que ha experimentado y vivido todo eso, no sobre mí mismo. Hay gente mucho más interesante que yo. Si no entiendes esto no podrás ser novelista. Hablar de uno mismo es algo que haces con tu esposa o tu exesposa, y cada uno dirá sus propias verdades.
Yo escribo sobre gente que ha experimentado y vivido todo eso, no sobre mí mismo. Hay gente mucho más interesante que yo
P. ¿Como lector tampoco le gusta la autoficción?
R. En absoluto.
P. Las ideas y la filosofía son muy importantes en sus libros.
R. También la sensibilidad.
P. ¿Y qué papel juega el entretenimiento?
R. Está bien, lo que me molesta es que algo que haya sido pensado solo para entretener se dé aires de alta literatura.
P. ¿Por qué afirma tan tajante que no es poeta?
R. Porque no me ocupo de mí mismo cuando escribo. Un poeta lo hace incluso cuando trata cuestiones filosóficas, como Hölderlin. Mi lenguaje es muy musical, cercano a la poesía, pero quiero crear silencio alrededor y escuchar millones y millones de voces de egos solitarios que quieren que escriba su destino.
P. ¿El ego que se les presupone a los escritores es justamente sobre lo que hay que estar vacunado?
R. Me ocupo tanto de la vanidad de los otros que no me queda tiempo para la propia.
P. ¿La filosofía zen ayuda en eso?
R. No hay que renunciar a tener ego o vanidad, sino llegar a pensar que eso no tiene ninguna importancia porque uno mismo no la tiene.
Babelia
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