¿Es ‘El sombrero de tres picos’ el primer ballet español? Aún hoy se discute
El ballet nacional recupera ‘El loco’ con acierto un buen montaje de hace casi dos décadas, dan oportunidad de lucimiento a la nueva generación de bailarines
Vaya por delante como primer argumento que esta recuperación del propio repertorio histórico del Ballet Nacional de España [BNE] es un doble acierto; por una parte, por los valores mismos de la obra, que se sostienen bastante bien, y por otra, algo que resulta ejemplar en los duros tiempos que estamos viviendo todos. Y sucede que esta labor es muy comprometida, minuciosa y ardua, diría, que altamente necesaria desde lo puramente cultural y artístico, hasta en las posturas de responsabilidad social y política. Si malgastar el dinero de la cultura en quimeras estériles siempre es reprobable, hoy resulta más grave. El BNE tiene en su biblioteca de creaciones varios títulos para emprender operaciones así, y se agradece.
El loco, que se estrenó en 2004, tiene los defectos y problemas que enfrenta todo el ballet narrativo contemporáneo, sea del estilo y el formato que sea. La distancia con las estructuras tenidas como modélicas y los cánones de la dramaturgia del siglo XIX (que afectaron progresivamente a todo el teatro musical), añade complejidad a la hora de estabilizar un producto nuevo, hacerlo plausible en lo teatral y en lo bailado dentro de un todo de unidad indisoluble y necesario. El loco es un ballet dentro del ballet, hace panorámica de sus propias tripas.
A la luz de las investigaciones contemporáneas en los últimos 30 años, hay muchas más referencias, escritos y testimonios de la gestación de El sombrero de tres picos, comprendiendo en ello los avatares del bailaor Félix Fernández García, apodado infelizmente El loco. El propio Leónidas Massine, además de en sus páginas memoriales, escribió algunas cartas y contó mucho de viva voz sobre el bailaor español, y arrojan luz sobre los aspectos menos estudiados o reconocidos.
También Tamara Karsavina (La primera Molinera), Lydia Lopokova [o Lopujova], Valentina Kashouba (que después vivió en Madrid hasta su muerte), o Lydia Sokolova [Hilda Tansley Munnings], miembros todas ellas de los Ballets Rusos de Diaghilev, versionaron los aconteceres londinenses de Félix de muy distinta manera y en cierto sentido aumentando los visos legendarios, ya fuera de primera mano porque estaban allí o por las referencias de terceros. En España, con tintes mitómanos bastante más pedestres, de Félix El Loco se ha hablado poco y bastante sesgadamente repitiendo tópicos; las primeras luces las traje el investigador cubano-estadounidense Vicente García-Márquez, al que, injustamente, los nuevos comentaristas adscritos a la posverdad ni citan.
El crítico y gran estudioso de Falla Enrique Franco escribió en su día: “Nadie duda en el trabajo de Félix junto a Massine. Incluso Falla anotó unos ritmos de farruca que fecha en Madrid, junio de 1918, bajo el nombre subrayado de quien se los dictara: Félix”. Fernández no era un bailarín de escuela, sino de juerga y cuadro, con su arranque, fama local y cartel en los cafés cantantes; tampoco era un estilista de Escuela Bolera, como absurdamente se le suele atribuir, aunque se atestigua, recibió clases del reputado Maestro Molina [José]. El aura ciertamente trágica cierra su dibujo para la posteridad, y eso, en sí, ya es un buen argumento para un ballet introspectivo y metaforiza sobre las crueldades y meandros poco edificantes que rondan a la profesión por dentro.
Javier Latorre había hecho antes en el BNE dos buenos ballets: Luz de alma (1998) estrenado en el City Center de Nueva York, y Poeta (con la espléndida música de Vicente Amigo), el mismo año y estrenado por estas mismas fechas en este mismo Teatro de La Zarzuela. Entonces en 2004 estrenó El loco en el Teatro Real. Fueron trabajos con su propio y justificado crescendo, escalonando oficio y escala. Como siempre sucede con la materia coreográfica, el tiempo se vuelve hipercrítico y decanta la substancia. En general, vemos bailes bien concebidos y que se articulan con fluidez para conseguir que llegue al espectador la muy angustiosa circunstancia que envolvió a este artista; el vestuario de Jesús Ruiz, sin estridencias, también cumple y mejor que la escenografía. Las músicas originales, nuevas y de encargo a Sotelo y Cañizares, arropan las escenas y tejen su atmósfera. La coreografía de Latorre guiña al pasado, pero también experimenta con cierta teatralidad neoexpresionista, acudiendo incluso a lo simbólico.
José Manuel Benítez, un resistente generacional, se crece, literalmente, en el que creo es su primer gran papel de este estilo y hace de Félix El Loco algo desgarradoramente suyo. Sobra decir que baila muy bien, con intensidad y limpieza ejecutoria (como boceta en la farruca y otros momentos), adentrándose en la parte más espinosa: la enajenación de Félix, sus explosiones de ira incontrolable y las sombras que terminan por envolverlo en la fatal locura. Benítez lo hace creíble y se le sigue con claridad. Y en justicia, fue muy aplaudido tras el estreno.
La desmedida sed de protagonismo del actual director del BNE, lo ha llevado a publicitarse a sí mismo como enmendador de la plana al coreógrafo y ser al final el responsable de los cortes de actualización. Es sencillamente injusto, así como su discurso en el programa de mano, con reiterada primera persona, sonroja. Luego se adjudicó el papel de Diaghilev en esta reposición, que ni le pega ni sabe hacerlo en la densidad teatral y algo sardónica que el personaje pide. Este es el peor borrón de la velada.
Queda un asunto clave que tímidamente se apunta en esta ocasión: ¿es realmente Le Tricorne [El sombrero de tres picos] el primer ballet de la danza teatral española? Aún se discute este término. Apúntese que El amor brujo (Manuel de Falla) tiene un arco de gestación argumental, musical y coreográfica que abarca desde 1915, con la primera Gitanería en un acto hasta 1925, en la versión orquestal definitiva.
Mientras en El sombrero de tres picos intervienen tres españoles: Falla como compositor, Picasso como diseñador y Félix Fernández como adjunto instructor de bailes vernáculos, en El amor brujo todos los actores implicados son locales, amén de los dos años de diferencia con primera versión de la que fue después obra ruso-española, El corregidor y la molinera, representada en 1917 en el Teatro Eslava de Madrid como una pantomima en dos partes. En Sombrero todos los bailarines fueron rusos (y algún polaco), el coreógrafo (Massine) y el gestor-productor (Diaghilev) también. El tema es jugoso y su complejidad, de latente indagación. Falla está en ambos como columna estética y allí se sientan las bases de lo que vino después.
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