El Ballet Nacional de España da mimos al repertorio
La compañía refresca ‘Ritmos’, una de sus obras de mayor valor patrimonial, junto a un meritorio trabajo de Antonio Canales de 1997
Desde un principio se hizo la comparación entre Ritmos de Alberto Lorca y Las Sílfides de Mijail Fokin, cómo se habían constituido, cada una en su esfera, en piezas ideales para abrir programa, para ser heraldo del talante, estilo y posibilidades de un conjunto determinado. Así concibió Las sílfides Fokin, y así la usufructuó Diaghilev con los Ballets Russos itinerantes que llevó a París (aprovechemos para decir, en contra del equivocado lugar común que se lee por ahí, que Las sílfides no fue creada para Diaghilev, sino antes en San Petersburgo/Petrogrado, pero que fue muy bien aprovechado por el empresario iluminado y es cuando Fokin lo amplía y Benois las viste de blanco).
La expresión comparativa se debe a María de Ávila, que sabía muy bien lo que quería y que fue ella, cuando dirigía los dos conjuntos nacionales, quien lo encargó, a pesar de que ahora, en tiempos de posverdad, varios advenedizos se atribuyan la paternidad de la obra. Ritmos se ha ganado por sí mismo la categoría de “clásico de repertorio”. El Ballet Nacional de España (BNE) no tiene tantos de tal categorización. Si algo se ha descuidado allí, es precisamente eso, el cultivo y cuidado de la biblioteca patrimonial coréutica.
Ritmos posee su propio estilo, su geometría y alcance planimétrico equilibrado, además, usa inteligentemente la variedad de esquemas tradicionales para balancear su desarrollo. A esto contribuye la partitura de Nieto, que en su día, levantó ampollas, muchos consideraron ruidosa y no todos aceptaron. Como con el bombo de Stravinski, la marimba de Satie o la celesta de Debussy en su Iberia, el tiempo ha puesto todo en su sitio y ablandado a los pabellones auditivos duros. La función permitió ver el feliz regreso a escena de Aloña Alonso, una primera bailarina en toda regla que siempre regala su refinado baile, musicalidad y gusto.
La compañía hace hoy día un Ritmos donde hay bastantes cosas que reprochar en cuanto a matices y la propia consecución estilística de la obra. Los artistas, con algunas excepciones, lo hacen ahora todo en una cuerda tensa y alta, sin ondulaciones, sin acariciar el fraseo, esa manía de romper el suelo a tacón vivo y fruncir el ceño como si el enfado fuera parte de la calidad. Logra verse cierto empaque, pero no es el que exigía el coreógrafo en su día ni el que pide, en su naturaleza estética, la pieza de 1984.
Su progresión y alternancia de partes de grupo y partes solistas precisa de un cuidado extremo en la acentuación. Los acentos, tanto en ballet académico como en danza española, son un factor ejecutorio primordial, el meollo que define la plástica coreográfica. Si algo caracterizó a Alberto Lorca era su manera de destilar el producto, empacarlo de una cierta y muy elegante vis decorativa. Los que estaban allí, comentaron en su momento que Ritmos era una síntesis experiencial que ya estaba en 1964 cuando este creador lleva su compañía, Lorquiana, a la Feria de Nueva York, donde cosecha triunfo y reconocimiento. Allí ya estaban reflejadas las enseñanzas de Pilar López y su vertiente clasicista aportada por la didáctica de Karen Taft y Luisa Pericet. Y esto deja lección imperecedera, a tener en cuenta hoy y mañana.
El solo de estreno coreografiado por Antonio Ruz es un despropósito de principio a fin que pone en un dilema enorme a la bailarina, Inmaculada Salomón, que no tiene, a estas alturas, que probar nada a nadie; ella es una buena artista y aquí se gestiona como puede dentro del delirio de alguien que, en su pretenciosidad, no maneja con sapiencia ni los códigos ni las formas de la danza española. Está claro que se trata de un preferido de la institución y de la burocracia oficialista y que tiene bula papal para gastar el dinero público. En los tiempos que corren, es injusto tal desperdicio. Rozando lo esperpéntico, el perpetrador hace rodar por el suelo a la bailarina, simular espasmos, deambular sin rumbo. El pianista José Luis Franco ejecutó con limpieza las sutiles y amables piezas de Blasco de Nebra (Sevilla, 1750-1784), que venía de una larga estirpe de organistas y que hoy, salvo para la musicología muy especializa, están en el olvido.
Grito se ve en el siglo XXI con placer y más serenidad; su lectura es dinámica y exigente. La obra ha ganado cierta distinción y se ve más hecha y reposada, aunque no la ayuda el sonido estridente, despiadado con que se amplifica a las voces de los cantaores, las guitarras, y hasta esa maldición del suelo acústico con su microfonía. Por momentos, hay una bulla confusa de fondo.
Tiene el BNE en sus filas un nutrido grupo de bailarines de buena preparación formativa, eso permite al conjunto exhibir una cierta unidad disciplinada y acorde. Es obvio que este ingrediente ayuda lo suyo a tener una impresión buena de la compañía, de su estabilidad, al menos, en el terreno del que hablamos, otro capítulo es la clamorosa falta de maestros de raigambre y en la dirección, un timón más centrado en la labor cultural en sí y menos personalista, más atento a cimentar el patrimonio. Casi es una paradoja que, 44 años después de su fundación como entidad estatal, se sigan anhelando las mismas cosas y necesidades tanto estructurales como funcionales y artísticas.
‘Ritmos’, de Alberto Lorca y José Nieto; ‘Grito’, de Antonio Canales, José M. Bandera y otros. Ballet Nacional de España. Director artístico: Rubén Olmo. Teatros del Canal. Madrid. Hasta el 10 de septiembre.
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