¿Quién regala un aprobado a un niño?
Se esfuerzan los críos, mucho, pero su realidad no les respalda. Y es a los que carecen de voz a quienes debemos prestarles la nuestra
Tenía yo nueve años cuando los Reyes me trajeron Corazón, de Edmundo de Amicis. Debían haber sido informadas Sus Majestades de que coleccionaba los libros de Bruguera, aquellos en que los pequeños lectores teníamos la opción de leer el texto del tirón, y también de seguir la historia cada dos páginas, en su versión gráfica. Era una idea extraordinaria, porque la colección estaba pensada para lectores que iban a sacar un provecho máximo a un libro que debía servir para muchas lecturas. La idea de la relectura no era intelectual, sino emocional. Acababas habitando en el cuento. No sé cuántas veces leí esta historia edificante, de aliento patriótico, en la que su autor, de ideas socialistas, trataba de transmitir a los lectores valores de generosidad, bondad y sacrificio, pero aunque esas enseñanzas morales enseguida fueron sepultadas por mi espíritu travieso, sobrevivió en mí una idea que ha perdurado a lo largo de la vida: Corazón me descubrió el concepto de comunidad, de pertenencia a un grupo en el que cada uno de sus miembros proviene de diferentes clases sociales. No es exagerado decir que me hizo ver lo que la clase social determina el futuro de un niño. Eso, aprendido a los nueve años, es mucho. Si el protagonista de esa novela, Enrico, era capaz de contarnos el origen y las penurias de cada compañero de aula, así aspiraba yo a escribir la vida de mis amigas. La inspiración para ser escritora la había tomado prestada de Jo March, de Mujercitas; la conciencia de saber que el devenir de nuestras vidas depende en gran parte de la casilla de salida me la dio Corazón; en Pinocho supe de la crueldad con que se castiga a los niños y la necesidad de las segundas oportunidades; de Pippi aprendí sobre las virtudes de la extravagancia.
Parece que hay toda una serie de ideólogos que solo leyeron de niños a Margaret Thatcher cuando contaba aquel cuento de que no existe la sociedad sino el individuo, y que es el individuo, solo ante el peligro, quien con su esfuerzo construirá su éxito o con su falta de ambición labrará el fracaso. Los lectores de Margaret Thatcher, esa autora para niños que leyeron los ultraliberales de hoy, están dispuestos a impartir la doctrina de su maestra en cuanto sale la educación a relucir. La presidenta Ayuso se crio a sus pechos, puede que incluso se llevara los cuentos de la amada líder a la cama y acariciara el sueño de vivir de la política desde su tierna juventud, como así fue. Esa es otra palabra pervertida en la vieja fábula del individuo que vence la carrera de obstáculos desde un origen humilde: sueño; cuando se tiene un sueño basta con no desfallecer. Si se entrega a un proyecto la vida entera, sin cansancio ni resuello, se llegará a la meta deseada. El que no lo consiga es porque ha sido torpe y haragán. Se merece el fracaso.
Debo decir que me entristece que cada vez que se contesta a esta perversa cantinela, a esta desfachatez con la que el privilegiado regaña al de abajo, se haga desde un punto de vista juvenil. Los jóvenes, con razón, se sienten atacados, reducidos a estereotipos, tachados de blandos o de cobardicas, y responden. Hacen bien. Pero, ¿quién se ocupa de los niños?, ¿quién habla por ellos?, ¿quién levanta la mano para decir que eso de que los aprobados se regalan es bajuno y falso de toda falsedad, como decía Cervantes?
Porque es ahí donde la desigualdad clava sus colmillos con más saña. Esos niños o esas niñas que van a la escuela sin haber desayunado no escriben columnas, no aparecen sus testimonios en las radios, no cuentan aún con las palabras necesarias para desafiar a quien profiere una sucia mentira sobre ellos. Se esfuerzan, claro que se esfuerzan los niños, pero a veces el esfuerzo no basta, no basta si no se tienen materiales necesarios, si los docentes han de sustituir las carencias, la precariedad o la desatención, si la escuela ha sido esquilmada, si han disminuido los maestros y suben las ratios, si se pasa frío en casa, si los profesores de apoyo no llegan, si en la familia no se lee para ayudar a la comprensión del mundo. Los que tanto hablan del aprobado regalado intentan desacreditar la enseñanza pública y envuelven su perversa intención en discursos morales. Se esfuerzan los niños, mucho, pero su realidad no les respalda. Y es a los que carecen de voz a quienes debemos prestarles la nuestra.
Babelia
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