Finge que sabes y te irá mejor
Estoy fascinada por un personaje extraordinario llamado Saul Goodman, se trata de un tipo al que vas conociendo poco a poco a través de seis temporadas de la serie ‘Better Call Saul’
Si bien los años de experiencia me tendrían que haber enseñado a afrontar cualquier pregunta con soltura, reconozco que el único aplomo que he adquirido con el tiempo es el de atreverme a decir: yo de eso no sé, no soy experta. Pero ocurre que estamos en una época en la que el discurso político o sociológico sobre una novela es más determinante que la propia ficción, de tal forma que si escribes un libro sobre unos padres criados en la resaca de la guerra has de ser capaz de diseccionar el contexto histórico tanto como a tus personajes, si escribes sobre un barrio humilde asumirás el papel de experta social, si es de maltrato o abuso caminarás entre la psicología y la teoría feminista, o si tu historia gira en torno a una familia, como tantas otras, deberás tener respuestas hondas sobre el declive o la vigencia de esta institución. Hay que tener el discurso preparado o fingir que sabes, ya que no basta con la ficción por sí sola, hay que añadirle teórica. Es injusto, porque no hay nada mejor para entender la psique humana o la manera en que una época determina la vida de los individuos que la literatura. O el cine.
Había muchas razones para haber escrito esta columna certificando algo de lo que ocurre, escribir, por ejemplo, sobre el miedo a la tremenda recesión que se cierne sobre nosotros sería suficiente, pero me acuso de haber estado abducida mes y medio por unos personajes que finalmente me han explicado más sobre la complejidad psicológica que mucho de los textos confesionales que se están publicando sobre salud mental. Estoy fascinada por un personaje extraordinario llamado Saul Goodman, se trata de un tipo al que vas conociendo poco a poco a través de seis temporadas de la serie Better Call Saul, y al que por momentos admiras porque te hace reír, porque siendo abogado siente una atracción viciosa por la ilegalidad, porque tiene la labia de un perfecto charlatán, porque ama el dinero unas veces y otras lo desprecia, y excusa la crueldad malsana con la que trata a los jefes con una especie robinhoodismo disparatado. Cuando crees que es compasivo, cuando sientes piedad por él y piensas que es injusto que un hombre brillante no logre ocupar un sillón en el despacho de abogados de su hermano, entonces, su personalidad da un quiebro y observas en su mirada una peligrosa falta de empatía, una inclinación al engaño y a despreocuparse por el mal que sus actos provocan en el prójimo. Te la ha colado.
En estos días leía con fruición sobre el planeta amenazado y por las noches apagaba ese insoportable ruido que puede robarte el sueño para permitir que mi insomnio fuera provocado por la peripecia vital de este hombre que vive en Albuquerque, Nuevo México, que es inteligente, extravagante, infatigable, pero que no puede evitar llevar dentro de sí a un estafador en potencia, a un embustero, porque su naturaleza es más fuerte que cualquier aspiración de ser un abogado solvente. Es este para mí el retrato certero de un hombre que padece un trastorno de la personalidad, una condición psicológica que siempre me ha interesado, por haber vivido de cerca el influjo que esas personas pueden tener sobre nosotros. Nunca me había sido tan bien contada esta tendencia del carácter como en esta serie de ficción. El personaje está interpretado por un actor prodigioso, Bob Odenkirk, que por haber sido cómico, salve dar el salto mortal a la tragedia. Y es que quien ha sido payaso está preparado para todo, en la interpretación o en la escritura.
Se da la circunstancia de que como el creador de la historia, Vince Gilligan, está más preocupado de la naturaleza de sus personajes que del discurso o del mensaje, ha creado un universo complejo en el que los protagonistas saltan de la bondad a la maldad dejándonos sin resuello. Así ocurre con la mujer de esta historia: no podemos explicarnos cómo Kim Wexler (Rhea Seehorn) está enamorada de ese tipejo hasta que vamos entendiendo de qué manera sus personalidades conectan, cómo la gamberrada o el mal pueden enganchar, excitar, trastornar.
Si los personajes se convierten en muñecos al servicio de un discurso, ya puede ser noble la causa de la que se hacen eco, que no nos quitarán el sueño, en cambio, cuando creamos personajes que se dejan caer en la tentación o que hacen daño sin responder al prototipo de malo de película estamos explicando el mundo. Y no hay discurso que valga.
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