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A PIE DE PÁGINA

Primeras letras

Hacia 1965, un joven periodista norteamericano se me acercó en París para contarme que pensaba entrevistar a Jean Paul Sartre. "¿Por dónde empiezo?", me preguntó. Como Sartre acababa de publicar el breve y bello primer ensayo de sus memorias, Les mots, le sugerí que le interrogara sobre los libros de su niñez, dado que Sartre se describía como lector sumamente precoz. A los tres o cuatro años el futuro escritor era ya el presente lector. ¿Qué leía?

Mi amigo norteamericano regresó alicaído y desconcertado de su entrevista con Sartre.

-No conozco uno solo de los autores de los que me habló Sartre, Salgari, Paul Féval, Erckmann-Chatrian, ¿quiénes son?

El desconcierto de mi amigo, sonreí, sólo concertaba mi propia experiencia de niño lector. Me eduqué en dos ciudades y en dos lenguas. De septiembre a mayo, asistía a la escuela pública norteamericana en Washington, DC, donde mi padre era consejero jurídico de la Embajada de México. Y de mayo a septiembre, viajaba a México para estudiar en la escuela privada que asegurase la orden de mi madre:

En el Norte y en el Sur, quizá eran más los autores que compartíamos que los que nos separaban

-No quiero un hijo pocho, agringado. Quiero que hables perfectamente el español.

Esto me convirtió en un niño sin vacaciones. Los calendarios escolares de México y Estados Unidos no eran los mismos. (Los históricos, tampoco). En México, las vacaciones iban de diciembre a febrero. En Washington, de mayo a septiembre. Pero gracias a esta escolaridad ininterrumpida, tuve la enorme fortuna de leer la literatura infantil de dos mundos. El anglosajón en Washington, el latino en México.

Había un abismo entre ambos. En México, leía lo que propiamente podía llamarse una literatura de la latinidad, ya que abarcaba las lecturas infantiles del Mediterráneo romano (Italia, Francia y España) y del continente iberoamericano, de México a Argentina y Chile. Los autores exclusivos de esta área eran, desde luego, Emilio Salgari, en primer lugar. Mi padre puso en mis manos unas viejas ediciones ilustradas de la casa española Espasa Calpe. Eran libros de bolsillo y tapas duras, gastados por el uso de tres generaciones, ya que mi abuelo le había regalado los tomitos a mi padre. El corsario negro, Yolanda la hija del pirata, Sandokan, Los piratas de la Malasia, ninguna lectura podía excitar más la imaginación infantil y trasladarla a los más exóticos ambientes al tiempo que revelaba pasiones propias de la niñez: amistad y honor, pero también venganza.

El otro clásico de nuestras primeras letras era el Corazón de Edmundo de Amicis. Su sentimentalismo, en los años iniciales de la Segunda Guerra Mundial, era una especie de complemento a las escenas desgarrantes que nos mostraban los noticieros: un niño desnudo llorando entre los escombros del bombardeo de Nankin, los niños ingleses enviados al campo y separados de sus padres para salvarse de la blitz nazi, al cabo la imagen del niño con los brazos en alto conducido a punta de bayoneta fuera del gueto de Varsovia... Sé que Cuore no resiste más de una lectura. Pero esa lectura, entre 1935 y 1945, nos sensibilizaba emocionalmente. Nos permitía llorar sin vergüenza. Todos éramos el pequeño escribano florentino.

Nadie en Washington sabía de Salgari o de Amicis. Pero nadie en México conocía a Nancy Drew, la niña detective, ni a los aventureros Dixon Boys, tan populares en Norteamérica que tenían hasta su propia revista. Y si el mundo latino tenía su escribano florentino, Estados Unidos tenía esa suprema figura del optimismo infantil, Polyanna la niña feliz, encargada de traerle luz y sonrisas beatas a cuanto tocaba: la pequeña reinecita Midas del happy ending.

Había muchas otras diferencias entre las dos culturas. Pero hoy, en mi recuerdo, sobresalen las similitudes. En el Norte y en el Sur, quizá eran más los autores que compartíamos que los que nos separaban. Desde luego, al nivel más inmediato, Perrault, los hermanos Grimm y Hans Christian Andersen. La sensibilidad infantil, tan ecuménica, sabía distinguir la luz de las sombras en los cuentos de hadas. Los hermanos Grimm eran tan oscuros como la Selva Negra pero tan claros como su voluntad de exaltar la particularidad nacionalista alemana, la leyenda cruel. Cosa que un niño no podía ver, pero que acaso nos preparaba para las crueldades que nuestra niñez atestiguaría. Andersen, deleite de la imaginación, también nos sembraba un germen político: el emperador está desnudo y no lo sabe. Pero, desde luego, Charles Perrault era la fuente primaria de nuestras lecturas mágicas pero -anuncio implacable del futuro- pronto dejamos de leerlo para verlo en los dibujos animados de Walt Disney. Blancanieves, La Cenicienta, La Bella Durmiente, nos fueron secuestradas por Disney, convertidas en muñecas sin sexo, sin facciones, meros recortes de papel... Allí estaba la diferencia con los libros. La lectura nos permitía imaginar. El cine nos lo vedaba: La Cenicienta era esta Barbie unidimensional y nada más.

Sin embargo, en ocasiones el cine podía darnos más que la literatura. El mago de Oz, de Frank Baum, no es un gran libro. El mago de Oz, de Judy Garland, es una gran película. El saqueo de la literatura infantil por el cine sirvió, además, para poner las cosas en su justo lugar. Devueltos a la lectura, entendimos que Robinson Crusoe no era una novela infantil. Era una dura narrativa sobre la soledad extrema y la extrema fraternidad. Su popularidad como fábula para la infancia me sirvió, de todos modos, para juzgar con mayor benevolencia y amplitud lo que leía. O mejor dicho, lo que leíamos, dándole valor universal a la lectura infantil tanto en México como en Estados Unidos, en el Reino Unido como en Italia...

La singularidad era divertida. Salgari aquí, Sabattini allá. No hay literatura infantil sin piratas. Tom Sawyer era un libro para niños. Mujercitas, para niñas. No hay literatura infantil sin exterioridad masculina o interioridad femenina. Pero más que la singularidad, lo que acababa por imponerse era la universalidad. Los libros y los autores compartidos por todas las nacionalidades, por todas las culturas. Las mil y una noches, Alejandro Dumas y Julio Verne, Mark Twain y Robert Louis Stevenson. Ellos rompían las barreras entre niños y niñas, cultura latina y cultura anglosajona. Leerlos era y es una paradoja. El niño prefigura en ellos su edad adulta. El adulto redescubre en ellos a su niño interno.

Mucho se nos ha dicho que la era de las tecnologías visuales acabarán por abolir la lectura. Nunca se repetirá el extravagante fenómeno "Karl May", el novelista popular alemán que sólo escribió sobre lugares que nunca visitó. May, que vivió entre 1842 y 1912, llegó a vender, sólo en Alemania, ocho millones de ejemplares de sus libros. J. K. Rowling, en un solo día, ha vendido millón y medio de ejemplares del último Harry Potter. ¿Tendrán razón entonces quienes dicen que los adultos somos niños obsoletos? Consuélense: siempre tendremos a Alicia.

FERNANDO VICENTE

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