Así se mataba a un traidor en el sur de Senegal
Las primeras excavaciones arqueológicas en la Alta Casamance sacan a la luz la rica historia precolonial de los reinos de Kaabu y Fulaadú
Cuentas de collar, trozos de pipa, cerámica, vidrio veneciano y cristal de Bohemia, un frasco de colonia, joyas de latón, balas de fusil, escoria de hornos de fundición, huesos de animales, un ritual de fundación compuesto por un bol de barro y un cráneo de perro y hasta los restos óseos de un traidor apaleado hasta la muerte. Todos estos vestigios encontrados en los últimos años están reescribiendo la historia del sur de Senegal, descubrimientos que hablan de batallas y reyes y del auge y caída de grandes imperios, pero también de intercambios comerciales, de ricos y pobres, de oficios antiguos, de una enorme movilidad y de una África precolonial más compleja y conectada con el resto del mundo de lo que muchos pensaban.
Año 2013. La arqueóloga española Sirio Canós, investigadora del Instituto de Ciencias del Patrimonio del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), y su colaborador senegalés Thierry Balde excavan cerca del tata (fortaleza) de Payoungou, una de las primeras capitales del reino africano de Kaabu. De repente, se tropiezan con un cráneo humano. Paran los trabajos y acuden a preguntar a los ancianos del pueblo. “Normal”, les dice uno de ellos, “en esa zona se enterraba a los traidores y a los caballos”. Ante la sorpresa de los arqueólogos, aquel hombre les ofrece una sencilla explicación: “Porque los traidores eran menos que personas y los caballos más que animales”. El cuerpo, un varón de más de 50 años con artritis, presentaba todos los indicios de haber sido apaleado hasta la muerte y después inhumado boca abajo y atado de pies y manos, justo como indicaba la tradición oral que se hacía con los traidores.
“Aquel anciano había escuchado la historia de sus padres, pero todos los detalles que nos dio se confirmaron cuando acabamos de desenterrar los restos. Nos dijo que a quienes habían revelado algún secreto al enemigo no se les podía matar con un cuchillo por razones místicas y aquellos restos presentaban evidencias de traumatismos en costillas, brazos, clavícula y columna, así como un fuerte golpe en la frente que lo mató. Era como si el anciano hubiera estado presente durante su ejecución”, recuerda Balde. La arqueología venía a confirmar los relatos de la tradición oral. “Los habitantes del pueblo estaban encantados porque estábamos sacando a la luz lo que contaban sus abuelos”, revela Canós, “los hallazgos materiales se combinan con los relatos, es lo que llamo las historias polifónicas”.
La región de la Alta Casamance, en el sur de Senegal, albergó importantes centros de poder durante el último milenio. Sin embargo, hasta ahora había sido ignorada por la arqueología debido a la falta de recursos económicos para la investigación, la lejanía de la capital, la existencia de un conflicto en la zona desde los años ochenta o el poco glamur material de sus construcciones antiguas, hechas en barro. Por eso, cuando Thierry Balde recibió una llamada de Sirio Canós para invitarle a trabajar con ella en las primeras excavaciones, sintió una extraña satisfacción. “Primero porque soy de aquí, de Kolda, y segundo porque soy arqueólogo. Había que llenar ese vacío”, asegura. Las campañas han sido financiadas por el programa Marie-Sklodowska Curie de la Comisión Europea y el propio CSIC.
La arqueóloga española se había fijado como objetivo de su tesis doctoral el reino mandinga de Kaabu, que nace en el siglo XIII como parte del Imperio de Malí y que, con el paso de las décadas, fue ganando en autonomía hasta convertirse en una entidad política independiente en el siglo XVII. Situado sobre un territorio que hoy comprende partes de Gambia, Senegal y Guinea-Bisáu, su decadencia acontece en el siglo XIX debido a problemas internos y una revuelta peul. Kaabu es entonces sustituido por el reino de Fulaadú, que convive con el periodo colonial y acaba diluyéndose bajo el dominio de los colonizadores europeos. Precisamente este último reino atrajo el interés científico de Balde durante su etapa universitaria.
Son las seis de la mañana. Amanece en Paroumba, un pueblo de unos 800 habitantes, árboles gigantes y sin electricidad ni agua corriente situado al sur de la región senegalesa de Kolda. La combinación sonora de los rebuznos de un burro y el canto de un gallo se adelanta a la salida del sol. Seis estudiantes de Arqueología de las universidades de Ziguinchor y Dakar, bajo la coordinación de Canós, se desperezan. Hay que madrugar, que luego el calor aprieta. El grupo se dirige hacia el campo de sorgo situado sobre el antiguo tata, una estructura de forma cuadrada bajo la tierra identificada gracias a los relatos de los ancianos y fotos aéreas. En su trabajo previo de documentación, Sirio Canós ha localizado un antiguo croquis francés que sitúa en este punto una famosa batalla que tuvo lugar en 1894 entre Musa Molo, rey de Fulaadú, y Bamang Dalla, soberano de Paquisse. Tal y como cuenta la tradición oral.
Aminata Diop, de 23 años, es la única chica entre los estudiantes. “Hay que salir del aula para descubrir la vida de nuestros antepasados. El trabajo de terreno es duro, pero es fascinante. La gente nos mira y se pregunta qué hacen estos locos cavando en la tierra”, asegura. Al principio, los vecinos de Paroumba merodean por allí y se plantean si no estarán buscando un tesoro. Tras marcar dos puntos concretos, comienzan a excavar. Cada centímetro de tierra es cribado y aparecen los primeros hallazgos. El sol de la mañana castiga ya con fuerza, pero tras el breve desayuno a la sombra de un árbol de mango reemprenden la labor.
Los primeros trabajos, en 2013, fueron fecundos. En un área de entre 70 y 50 kilómetros con una elevada concentración de localidades históricas se llevaron a cabo decenas de entrevistas y se recogió material en superficie. Fruto de esta investigación previa, en la que identificaron 34 asentamientos y una docena de tatas, se escogieron dos yacimientos: Payoungou, una de las primeras capitales del reino de Kaabu, y Korop, durante un tiempo centro de poder de Fulaadú. “En el primero de ellos pudimos constatar más de 1.400 años de ocupación, desde el siglo VII, con presencia de cerámica y fundición de hierro. En el siglo XIII se produce un cambio en el tipo de cerámica, que se hace más diversa”, lo que coincide con la creación del Imperio de Mali, “en el segundo, la ocupación es de al menos mil años, hasta el XIX”, revela Canós.
Estas sociedades estaban divididas en clases. Los nobles habitaban la zona real, lo que se pudo constatar tanto por los restos de animales que comían con más frecuencia, como por los objetos de prestigio encontrados. Sin embargo, una de las características más sorprendentes de los yacimientos de esta zona, que se ha puesto de manifiesto en el trabajo de Canós y sus colaboradores senegaleses, es la poca profundidad de los depósitos, de menos de un metro salvo los pozos de basura, y la brevedad de las ocupaciones individuales, por debajo de los 250 años. Esto planteaba una aparente contradicción: una zona con presencia de grandes estados y ciudades permanentes, según recogen los textos históricos, pero al mismo tiempo un paisaje arqueológico que revela una gran movilidad, dada su escasa profundidad.
La solución, según los investigadores, es lo que denominan el “sedentarismo itinerante” de estas sociedades: “Las ciudades y pueblos se desplazan regularmente unos centenares de metros, pero manteniendo el nombre, identidad, e instituciones de la comunidad intactos”, explica Canós. Los motivos de esos traslados eran diversos, prosigue, desde humedades, hasta la muerte de un miembro importante de la comunidad, pasando por episodios vinculados a espíritus y malos augurios. “Esto parece indicar, por tanto, que los desplazamientos no obedecen a una razón concreta, sino a una mentalidad de movilidad, es decir, al movimiento como solución a cualquier problema social o ambiental”, añade. Una vez más fueron los relatos traspasados de generación en generación los que acudieron al rescate: así se lo explicaron los ancianos a los arqueólogos, un patrón que encaja a la perfección con la evidencia arqueológica.
“Las fuentes son diversas y van desde el trabajo histórico previo y la documentación existente hasta la tradición oral. Las palabras de los ancianos nos han ayudado mucho, no se puede hacer arqueología en la Alta Casamance sin escucharles”, asegura Balde. Uno de los momentos más bonitos para ambos investigadores es, precisamente, cuando explican a la comunidad los hallazgos. “Siempre supimos que Paroumba fue un pueblo importante, que hubo una gran batalla aquí. Pero ahora tenemos todas estas pruebas”, asegura Keba Niabaly, jefe del pueblo. “Es muy emocionante. La tradición oral tiene sus propias lógicas y dinámicas, pero de una manera o de otra siempre se acaba encontrando con lo material, con la evidencia científica”, remata Canós.
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