¿Para que sirvió la revolución de Godard?
La filmografía del director francés me ha producido siempre infinito tedio, irritación e incomprensión
Existen algunas cosas que me impresionan en la figura de ese incorruptible y supremo icono (afirman sin ruborizarse sus eternos, advenedizos o renovados exégetas) llamado Jean-Luc Godard. Una es su coraje y sus razones para despedirse de este mundo. Pidió el suicidio asistido y quiero pensar que rápido e indoloro en la muy civilizada Suiza y un allegado contó que esa decisión no obedecía a que estuviera enfermo, sino que se sentía muy cansado. Otra es que a lo largo de siete películas mostró en la pantalla el rostro, el cuerpo, el infinito encanto, la seductora personalidad de Anna Karina, una de las mujeres más hermosas de la historia del cine. También fotografió mejor que nadie a Jean Seberg, con pelo corto y gafas de sol, haciendo irresistibles para los ojos con buen gusto sus paseos por los Campos Elíseos en Al final de la escapada. Y las críticas de cine del joven y apasionado Godard no tenían desperdicio. Pero mi fascinación por su presunto arte termina ahí. A cambio, me ha producido infinito tedio, irritación, incomprensión en una filmografía que debe rozar los cien títulos. Y sé de mucha gente que habla reverencialmente de su obra citando exclusivamente Al final de la escapada. Pues que vean el resto de su infinita filmografía. No lo harán. Entre otras cosas, porque su cine era inestrenable en las salas comerciales, aunque algunos distribuidores se atribuyeran vocación suicida. Las veíamos o, en mi caso, padecíamos sus aburridas y pretenciosas marcianadas en los festivales de cine, pero la mayor parte de la cinefilia, no ya el público normal al que él despreciaba tanto, lo tiene crudo para opinar del cine (él denominaba desde hace mucho tiempo a sus películas como ensayos o poemas fílmicos) de un señor al que el baboseo o la inopia convenientemente intelectuales, con amor fingido o real a la modernidad y a la posmodernidad, equiparan a idéntico nivel creativo con lo que supuso Picasso para la pintura y James Joyce para la literatura. Pues vale. Afirmar chorradas no cuesta dinero.
Leo en la columna de este periódico titulada Anatomía de Twitter que uno de sus usuarios ha escrito: “Godard ha muerto: día duro para las personas más insoportables que conoces”. Tengo un alma gemela en esas redes que desconozco. Dicen que muchas veces ese medio es un refugio de bárbaros impunes, pero con ese mensaje me solidarizo, me otorga calor. Y por supuesto, tampoco yo tengo nada que hablar en la vida real con alguien que considere a Godard como lo más hermoso, lúcido y necesario que le ha ocurrido al cine, como el hombre que lo revolucionó para bien, que lo cambió todo, que mostró el camino de la verdad a sus prescindibles aunque también espantosos discípulos. Es una cuestión de gustos, afirma la gente racional y tolerante. Yo no lo soy. Y mi disparatada imaginación e inocuo sadismo tiene claro el castigo al que sometería a mis peores enemigos. Atarles a un butacón mullido, alimentarles convenientemente y proyectarles durante quince días la obra de Godard.
Cuentan que Francia y Macron, tan respetuosos y agradecidos con sus dioses, han despedido a Godard con los honores que corresponden a los incontestables genios. Yo solo le deseo al difunto infinita paz. Y cómo no, seguiré revisando y dándole eternas gracias a muchas películas del cine francés. A directores que me entretienen, fascinan, emocionan y me tocan con frecuencia el alma como Jacques Becker, Jean-Pierre Melville, Claude Sautet, Jean Renoir, François Truffaut, Louis Malle, Jacques Tati. Gente así. También hay películas suyas que desfallecen. Pero nunca fueron sermoneadores, ni profetas, ni revolucionarios de la nada. Se limitaban a contar historias, el oficio más hermoso del mundo.
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