Godard, un legado del que apenas queda la posmodernidad
El director fue el representante más radical, seguido de lejos por Rivette y Rohmer, de la ‘nouvelle vague’, aquel movimiento renovador
En la primera escena de Novecento, la magna epopeya de Bernardo Bertolucci, un personaje ataviado con la indumentaria de Il trovatore anuncia: “Verdi é morto!”. Era enero de 1901. Comenzaba, aquel día, el siglo XX. Ayer murió Godard y, con él, el cine. Una determinada concepción del cine: el cine de la modernidad y no solo el de la nouvelle vague. Godard fue el representante más radical, seguido de lejos por Rivette y Rohmer, de aquel movimiento renovador. Jugaba con la ventaja, como crítico de los míticos Cahiers du cinéma, de conocer y amar el cine clásico, con una especial predilección por Nicholas Ray o Fritz Lang, para después subvertirlo hacia la modernidad, tal como Picasso, Stravinski o Le Corbusier habían hecho con la pintura, la música o la arquitectura. En 1960, Al final de la escapada no fue un simple fogonazo de juventud, fue el punto de partida de una carrera articulada sobre dos ejes: la política y la innovación tecnológica y formal. Cámara en mano, el director de La chinoise filmó desde las barricadas el mayo francés y, tan pronto apareció la cinta magnética, no dudó en experimentar con ella a finales de los setenta. En 1980, regresó al cine analógico con Salve quien pueda, la vida, sin por ello abandonar su constante ruptura con la narración clásica.
El hecho de vivir permanentemente inmerso en imágenes le permitió proponer unas ejemplares Histoire(s) du cinéma en las que jugaba con analogías visuales para reorganizar, a su manera y con una mirada interdisciplinar, personajes, escenas e imágenes emblemáticas del cine de todos los tiempos. No fue ajeno al soporte digital, por supuesto, sin dejar de intervenir en temas políticos, como Palestina (Ici et ailleurs), la caída del Muro de Berlín (Alemania año 90 nueve cero) o un desencantado Film socialisme ya en 2010. Apoyado por las habilidades técnicas de Fabrice Aragno, desarrolló más tarde un tan rudimentario como eficaz dispositivo 3D con el que rodó Adiós al lenguaje.
Mientras muchos de sus colegas generacionales arrojaron la toalla de la vanguardia atraídos por los cantos de sirena de la industria, Godard mantuvo la integridad a lo largo de toda su carrera. Nombre: Carmen, su peculiar adaptación de la novela de Próspero Merimée ilustrada con cuartetos de Beethoven, obtuvo el León de Oro en la Mostra de Venecia de 1983. El jurado estaba presidido por Bernardo Bertolucci, el director de Novecento, e integrado por la francesa Agnès Varda, el brasileño Carlos Diegues, el japonés Nagisa Oshima, el británico Jack Clayton y el senegalés Ousmane Sembene, significativos representantes de los nuevos cines de los sesenta. Unánimemente, decidieron que el galardón era para Godard, papá Godard. Su deuda quedaba saldada.
En 2019 las filmotecas públicas de todo el mundo habíamos acordado otorgarle el premio honorífico del congreso de la FIAF celebrado en Lausana. Él vivía a pocos kilómetros de allí, a orillas del lago Léman. Godard no garantizó que asistiera para recogerlo, pero había puesto como condición que fuese durante la asamblea general, solo con la presencia de archivistas y sin prensa. Y así fue. Tras consultar reiteradamente su whatsapp Frédéric Maire, presidente de la FIAF, interrumpió la sesión y anunció la llegada del director de Pierrot, el loco. Con bufanda y sombrero, cruzó la platea, se abrazó con su amigo Fredy Buache y departió públicamente con el nuevo director de la Cinémathèque Suisse. Godard, el joven crítico, se había convertido en una pieza de arqueología para archivistas, una reliquia a conservar para el futuro. En los años sesenta había conseguido, junto con Bergman, Buñuel o Welles, que el cine estuviese a la altura de las otras artes. Ha sido el último en mantener viva aquella llama. Muchos cineastas lo han invocado, algunos han pretendido imitarlo, pero nadie ha sido capaz de ponerse a su altura. En su legado, apenas queda la posmodernidad.
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