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Muere el bailaor Manolete, figura del flamenco moderno, a los 77 años

El coreógrafo y bailarín era miembro de la más brillante generación de bailaores flamencos

Manolete bailaor
Manolete, de blanco, bailando en La Unión, en 2019.

Manolete, que ha fallecido hoy lunes 12 de madrugada en Granada, perteneció a esa generación de bailaores flamencos que tuvo que llenar las formas. Cuando los de su generación comenzaron a bailar profesionalmente a mediados de los años cincuenta (efectivamente… de niños), el flamenco ya tenía su estructura moderna (“clásica”, podríamos ya decir): los palos, así como la mayor parte de la infinidad de los estilos que existe en cada uno de ellos, estaban ya conformados. Sin embargo, esto era más cierto para el cante que para el baile o el toque. En el caso del baile, el bailaor flamenco era gregario de los bailes de la escuela bolera, del clásico o las danzas folclóricas, con los que compartía mercado y cómo no, también formas y recursos. Las compañías importantes, como las de Pilar López, Antonio o La Chunga, contaban con el flamenco como una parte más, si bien cada vez más importante, de sus espectáculos. De hecho, todos los bailarines de sus compañías tenían que contar con rudimentos en todos ellos. No era raro que Güito, Paco Romero o Gades tuvieran que salir a escena a bailar una jota antes o después de hacer su número flamenco.

Pero la generación de Manolete —Manuel Santiago Maya— (Granada, 1945) afrontó, con respecto a todas las anteriores, un hecho diferencial: fue la primera en la que el bailaor pudo especializarse. “Cuando empecé a salir fuera, Manuela Vargas me llevó de especialista de flamenco”, decía Manolete en una entrevista.

Esta especialización fue la tarea de su generación. Para Güito, Farruco, Maya, Chunga, Gades, Tati y el mismo Manolete, los rudimentos de flamenco que Pilar y Antonio les daban, los que todos ellos aprendieron en la escuela madrileña del malogrado Antonio Marín, no eran suficientes. No lo era, porque el flamenco ya se había emancipado por completo como género. Se estaba, de hecho, emancipando en estos momentos. Como ocurría con el toque, los recursos específicos para cada palo no eran abundantes, incluso, en muchos casos, ni siquiera existían. Con eso tuvo que lidiar el tocaor Perico el del Lunar a la hora de grabar la Antología de Hispavox y con eso también tuvieron que lidiar todos estos bailaores. Tuvieron que crear recursos, pues, que les permitieran lidiar con bailes noche tras noche en un ambiente muy especializado. Crearon: lo que llevaban puesto, lo que les habían enseñado, era insuficiente.

Zambas granadinas

Manolete nació en una familia que se ganaba la vida en las zambas granadinas, es decir, en una familia de profesionales flamencos. Comenzó a bailar en espectáculos siendo tan solo un niño (hacia los 8, recordaba él). A los quince años, junto a su hermano, el tocaor Manuel Maya, Marote, sale para Madrid en busca de un horizonte profesional más amplio. En Madrid coincide en la citada escuela de Antonio Marín literalmente con todas las figuras y las promesas de su tiempo, como muy bien ha investigado José Manuel Gamboa en su reciente monografía sobre El Güito (El flamenco vive, 2022). Pocos años después de su llegada a Madrid, en 1960, se abre el tablado Torres Bermejas. En él comienza en seguida a trabajar. Es por esa época por la que comparte piso con Camarón, Turronero y Pansequito.

Por entonces, en Madrid estaban todos los que querían vivir del flamenco. Allí, un granadino como Manolete podía conocer el baile festero de jerez, el bufo de Triana, escuchar estilos de soleá jieceños, tangos extremeños, rumbas catalanas, escuchar el toque de Morón… Entre Granada y Utrera había más distancia que entre Granada y Madrid. La competencia, por amistosa que fuera, era tan feroz como intenso era el aprendizaje. La formación de todos los flamencos de esa época se convirtió en enciclopédica. Todos comenzaron a conocer tantos o más estilos que los Marchena y Mairena de las generaciones anteriores conocieron tras muchos años viajando. Ese contacto y choque desarrolló el flamenco como nunca antes (ni después) se ha desarrollado. La disciplina diaria, de noche tras noche, en los tablaos, hizo que todos ellos tuvieran que desarrollar infinidad de recursos y estrategias. Sustanciaron los palos. Sobre todo, como decimos, en baile y toque.

Pero esa misma competencia (sana o no, eso es a este respecto un poco indiferente) obró otro hecho inédito: que todos ellos, además de conocerlo todo, tuvieran que diferenciarse entre sí.

Baile único

Es así que el baile de Manolete es único. En una “cata” a ciegas de estilos sería imposible confundirlo con el Gades o Farruco, con el Güito o Maya. Sus desplazamientos, casi de patinaje, sus pies, de una contundencia y complejidad muy avanzada a su tiempo. Su baile, aunque necesitaba, como el de Farruco, de espacio, la forma que ambos tenía de habitarlo era muy distinta, en este caso, prácticamente antagónica. Sus peteneras y alegrías son una referencia magistral. Sus apuntes por soleá, de una originalidad y eficacia sumas.

Luego vino su periplo internacional. Ha viajado por todo el mundo, ha estado en todos los teatros y salas importantes, ha trabajado en multitud de ocasiones para la Compañía de Ballet Nacional (llegando a montar varios espectáculos), ha recibido todos los premios que merece, se le ha reconocido incluso en la misma Granada.

Pero, además de ser uno de los grandes bailaores de su generación (lo que es lo mismo que decir que de todos los tiempos) ha sido uno de los grandes maestros. Pasó muchos años ejerciendo de maestro en la icónica Escuela de Amor de Dios, de Madrid, por la que han pasado la mayoría de los grandes bailaores de su generación y en la que todavía imparte clases una coetánea suya, la Tati, otro de los iconos vivos del baile flamenco. Desde hace 13 años, 2009, lo hacía en una escuela bautizada con su nombre: la Escuela Internacional de Flamenco “Manolete”, situada en La Chumbera, Granda. Parte de esta generación ha desarrollado una pasión por la docencia. Y es verdad que en muchos casos se puede tratar de una pasión generada a la fuerza por necesidades económicas, pero no parecía ser así en Manolete. El bailaor era de los pocos, si no él único, de su generación que no aborrecía el flamenco moderno. Evidentemente, criticaba la homogeneización en el baile, señalando que “los niños” bailan ya todos de igual modo, con un estilo basado en la fuerza, violento, diferenciándose solo por las coreografías, pero no les hacía de menos, no consideraba que la cosa estuviera degenerada ni perdida. Quizá por eso fue el generoso maestro que fue. Hasta el final daba clases de, prácticamente, iniciación (cuando bien podría haberse quedado dando alguna esporádica master class, como otros) además de perfeccionamiento.

Fue un bailaor que al talento añadió una cantidad de trabajo casi impensable ahora mismo y que, consciente de ello, quiso facilitar el camino a los que venían detrás. Era un bailaor único dentro de una generación extraordinaria que plantó lo que ahora se está cosechando.

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