Cuando Diana Krall tiembla, el Botánico se estremece
La jazzista canadiense combate su personalidad contenida con el concierto más extenso y expansivo que se le recuerda en Madrid. El festival concluye con un total acumulado de 120.000 espectadores
Proclamémoslo de manera oficial: Madrid adora a Diana Krall. Otra cosa es que el amor sea recíproco, porque nadie dijo que las cosas del corazón acontezcan siempre de manera armónica y bidireccional. La indiscutible dominadora del jazz vocal femenino en el último cuarto de siglo desembarcó en las Noches del Botánico este domingo con la partida ganada de antemano, el papel pulverizado en taquilla (2.300 espectadores, todos sentados) y un público que suspiraba por reencontrarse con una voz añorada ya desde antes de la pandemia. Y la canadiense correspondió con ese punto de timidez, o comedimiento, que a veces la atenaza en el escenario, como si dejarse querer no resultara una sensación del todo pletórica en su imaginario artístico. Pese a todo, acabó entregándonos 125 minutos de conciertazo; lo nunca visto, por extensión e intensidad, hasta donde alcanza la memoria.
Había esta vez buenos motivos para la distensión. Nadie había acudido a descubrir a Diana, sino a recrearse con ella y todo lo que representa: elegancia, sutileza, tersura. La gran dama de la Columbia Británica lleva un par de temporadas sin publicar álbum, pero en realidad ya This Dream Of You (2020) era solo una secuela de Turn Up The Quiet (2017), el material sobrante de aquellas sesiones con su gran mentor, Tommi Lipuma, que falleció justo antes de ver ese trabajo en las estanterías. Diana no tenía, por tanto, que presentar ningún estreno ni gestionar hipotecas en el repertorio. Podía moverse a sus anchas y con el viento a favor, justo en la última fecha de su gira. Deleitándose, deleitándonos. Y cuando logra desactivar el freno de mano emocional, el resultado es adorable.
La cantante y pianista se sienta frente al teclado sin rituales ni preámbulos para la inaugural Where Or When, un clásico de Rodgers y Hart que le brota más bien desmadejado. Va entonándose a partir de I Don’t Know Enough About You y All Or Nothing At All, con amplios interludios instrumentales y ya con sus tres acompañantes volcados en la faena. A Let’s Fall In Love, de Harold Arlen, le concede un tratamiento susurrante y sinuoso, mientras Anthony Wilson le regala caricias de seda a la guitarra. Pero el auténtico clic no acontece hasta I’ve Grown Accustomed To His Face, otro de esos títulos paradigmáticos en el Gran Cancionero Americano, pero no de los más recurrentes en los repertorios de la gira. Pues bien, Krall lo aborda desde una óptica sutilísima, con la primera estrofa en completa soledad y el trío acompañante arropándola después con escobillas para la batería y mucha yema y poca uña de cara a las cuerdas. Son las diez y media y, de pronto, el silencio se espesa en el jardín, el trajín de pasos remite en el graderío y hasta la noche misma se estremece cuando Diana exhala su temblor final.
Acontece siempre que intentamos determinar el alcance de los grandes amores: es importante temblar. Krall multiplica su excelencia cuando aparca sus ansias de perfeccionismo y deja la puerta abierta a lo inesperado. Le sienta muy bien, por ejemplo, que su habitual escala en el (sublime) cancionero de Tom Waits sea esta vez no en una pieza de amor atribulado, sino en ese monumento canalla y espiritoso que es Jockey Full Of Bourbon, para el que el batería, Karriem Riggins, se reserva algún redoble bello y nada aparatoso. Pero la cosa irá aún a mejor con Devil May Care, la pieza más coral y participativa de la noche, y puede que también la más ovacionada.
A partir de In The Wee Small Hours Of The Morning, superada ya la hora de recital, la emoción aparece ya íntimamente entreverada con la melancolía. Krall fusiona la pieza de Sinatra con una lindísima adaptación al piano de Another Day, una de esas docenas de obras de arte en el catálogo de Paul McCartney que, ante la profusión de su genio, pasa casi desapercibida. Y en esas reparamos en que Macca acaba de cumplirnos 80, que el primer julio excitante en la ciudad desde 2019 se nos acababa de escurrir por entre los dedos y que toca transitar –o quizá deambular– de nuevo, como diría Hal Kemp (y parafrasearía Sabina), por el bulevar de los sueños rotos.
Boulevard Of Broken Dreams acabará acallando hasta a los pájaros. Sublime Wilson a la guitarra acústica, haciendo tiritar cada nota, acentuando la pulsación y el deslizar de los dedos de la mano izquierda. Antecede a un Cheek To Cheek muy dislocado y travieso, planificadamente caótico, delirante en esos compases estirados y contraídos, con Robert Hurst dándose el gustazo de parar el tiempo, y no solo el tempo, con su trasiego de notas por el mástil del contrabajo. Lástima que la coda se estire más de lo prudente y, sobre todo, de lo necesario, así que antes del bis hubo desbandada en ese graderío que ayer no paraba de chirriar y tambalearse.
Por eso This Dream Of You (2009), esa obra maestra tardía de Dylan, acabó vertiendo su belleza crepuscular sobre un recinto ya algo demediado. Fue bonito culminar el encuentro, y hasta los 47 días de estas Noches del Botánico, con una canción sobre un amor imposible; ese que entre Madrid y Diana Krall siempre amaga por suceder. Aunque, tras veladas como la de ayer, es imposible no mantener viva la llama de la esperanza. Por cierto, el balance del festival, ya de madrugada, hablaba de 70 artistas (entre principales y teloneros) y 120.000 entradas vendidas, a razón de más de 2.500 por noche de media, frente a las 90.300 de la edición de 2019. Con altura, oiga, como diría aquella.
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