Belle and Sebastian intensifican en Madrid su quimérica busca de la canción perfecta
El septeto de Glasgow, minoritario, pero idolatrado, logra la mejor entrada en las Noches del Botánico con 4.200 espectadores
¿Cómo recibir a alguien muy deseado? ¿Cuál es la mejor manera de exteriorizar la euforia sin incurrir en la desmesura? Volaron decenas de globos este sábado por el cielo de las Noches del Botánico para celebrar la llegada de los escoceses Belle and Sebastian, a los que se esperaba como un advenimiento. También había volado hasta la última de las 4.200 entradas, una plusmarca solo equiparable, en todo lo que llevamos de festival, a la de la visita de Patti Smith. Puede parecer una bienvenida un tanto naíf, pero ¿existe acaso algo más rematada, decidida, orgullosa y descaradamente pop que la música de esta alegre y nutrida muchachada de Glasgow?
La historia cuenta que Belle and Sebastian nacieron en la universidad, desde el amateurismo y la candidez más absolutos, con la idea de aprender a tocar y escribir canciones, grabar un par de álbumes (o tres) y desaparecer para siempre. Tenemos la inmensa fortuna de que estos geniecillos sobrevenidos fueran gente sin palabra. Ha transcurrido desde entonces un cuarto de siglo largo, el septeto escocés acaba de poner en circulación su undécimo álbum (A Bit of Previous, una clamorosa maravilla) y en el aire queda suspendida la sensación de que sus canciones, o muchas de ellas, seguirán vigentes más allá de lo que podamos sobrevivir nosotros y nuestros herederos disfrutándolas.
Son las ventajas de la escritura sin fecha de caducidad, el mayor de los méritos que confluyen en Stuart Murdoch. Tiene otros muchos, claro, que esté sábado quedaron en evidencia: una voz colorista y mucho menos frágil de lo que al principio parece, la visión tierna e irónica de nuestras existencias irrelevantes o esa capacidad para encontrar la chispa de la inspiración en lugares que solo él podría frecuentar (no hay ningún otro músico en el planeta capaz de concebir, pongamos por caso, Like Dylan In The Movies o la epopeya de lavandería de The Blues Are Still Blue).
A estas alturas la experiencia podría haberle vuelto cínico, malévolo o desencantado, pero qué va: los globitos siguen sobrevolándole la cabeza cada vez que abre la boca. Aunque sabemos que arrastra desde hace un siglo el muy latoso problema de la fatiga crónica, se pasa el concierto caminando a saltitos, encaramándose al piano, exteriorizando el entusiasmo del momento y el lugar, de lo guapos que somos. O que nos ponemos al escuchar miniaturas tan hermosas como las suyas.
“Poniendo los pies en la tierra, no estamos haciendo otra cosa que continuar en el punto en que lo dejaron los Beatles, ¿no?”. El empeño, entre la sorna y la desmitificación, lo formuló hace unos años el propio Murdoch en su libro El café celestial, que comenzó como un diario privado de gira y terminó erigiéndose casi en un manual de usos y costumbres para melómanos empedernidos. Y ahí sigue él, enfrascado veintimuchos años después en acariciar esa cuadratura del círculo inalcanzable que es la canción perfecta; inmerso en ese rompecabezas eterno de melodía, verso, estribillo, eclosión, emotividad, inmediatez y sorpresa. La ecuación es irresoluble, con seguridad. Pero si hay tres o cuatro exploradores en todo el mundo capaces hoy en día de encontrar semejante Piedra Roseta, uno de ellos es él.
El porcentaje de acierto, de hecho, es abrumador. Los chicos ya no tienen nada de “jóvenes y estúpidos”, por parafrasear el adorable tema inaugural de su última entrega, pero aún son capaces de sorprender con la armónica espasmódica de la recién nacida Unnecesary Drama, y de dedicarle canciones a comandantes (Me and the Major) o a músicos hermanados por procedencia y generación (The Boy with the Arab Strap). Y además juegan la baza de los liderazgos alternativos: en Reclaim the Night, que es un desmadre de sintetizadores como no se escuchaba desde 1982, Sarah Martin vuelve a obrar el milagro de traernos a la memoria a la divina y malograda Kirsty MacColl. Y Stevie Jackson, el guitarrista, es quien asume la voz cantante con la muy jocosa Chickfactor.
Ellos son así, como tantas veces sucede en la bendita factoría musical de Glasgow: gente feliz y extraordinariamente privilegiada con ese don de los estribillos certeros y fulgurantes. El concepto de la empatía de Stuart Murdoch incluyó esta vez sus experiencias en el Metro de Madrid (“le doy un 9,5; le quito ese medio punto porque hoy me he vuelto a perder”) o la confesión de que su esposa, cubana y de apenas metro y medio de estatura, acude a los conciertos con una cajita para ganar algunos centímetros y divisar mejor el escenario. Y esa conexión latina le permite chapurrear algo de castellano (“Os traemos amor y saludos desde Escocia”) o conseguir que más de 4.000 almas guarden un silencio reverencial y escrupuloso durante The Fox in the Snow, una preciosidad intimísima, evocadora y muy delicada.
Intuía Murdoch en sus años mozos que esa búsqueda infinita y quimérica de la canción sin mácula, “como un bosque vibrante que se expande sin un final”, le colocaba en el lugar correcto de la historia: el de la gente entusiasta y molona, el de los ideólogos de la vida encapsulada en episodios prodigiosos de tres o cuatro minutos. La realidad nos aboca a un discurso mucho menos romántico, en vista de que las cifras de ventas y los tentáculos de los algoritmos apuntan en direcciones muy distintas a esta. Pero la historia también demuestra que ser mayoría no equivale a llevar razón. Los Beatles o Bowie fueron insuperables y superventas a la vez. En la semana número 25 de 2022, la canción más reproducida en España fue una cosa titulada Tití me preguntó, de Bad Bunny. Seguro que casi nadie la recuerda el próximo verano, a diferencia de las 16 que sonaron anoche en el Botánico. Para la siguiente visita, y aprovechando que Stuart entiende bastante bien nuestro idioma, solo le dejaremos anotada aquí una opinión clamorosa entre el gentío: 80 minutos de B&S se nos hicieron muy, pero que muy cortos.
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