Desiertos de la vida y de la muerte: las lecciones que esconden los páramos en un mundo que se seca
El narrador de viajes británico William Atkins relata en ‘El mundo inconmensurable’ su recorrido por los espacios vacíos del planeta
Antoine de Saint-Exupéry, aviador y uno de los grandes narradores de la inmensidad del desierto, escribió en Tierra de hombres: “Abordar el Sahara no es visitar un oasis, es hacer de una fuente nuestra religión”. El autor de El principito supo lo que significa estar perdido en el Sahara y conoció la dificultad de enfrentarse a una naturaleza despiadada. “La tierra nos enseña más sobre nosotros que los libros”, prosigue. “Porque se nos resiste. El hombre se descubre cuando se mide con el obstáculo”. El periodista británico y autor de libros de viajes William Atkins decidió medirse con alguno de los obstáculos más formidables y desafiantes del planeta cuando recorrió siete desiertos de cuatro continentes para escribir su libro El mundo inconmensurable. Viajes por los lugares desérticos (Literatura Random House, traducción de Luis Murillo Font).
Algunos desiertos están llenos de vida —aunque no siempre sea fácil observarla a primera vista— y otros están atravesados por la muerte —como ocurre con el de Sonora en el que reposan los restos de decenas de miles, cuando no cientos de miles, de migrantes que trataban de alcanzar Estados Unidos—. Algunos permanecieron inaccesibles para los viajeros occidentales hasta hace muy poco y otros, como la Ruta de la Seda, llevan siendo recorridos desde hace siglos por la humanidad. Pero hay algo que los une a todos y que en estos tiempos de temperaturas desatadas y amenazantes sequías resulta especialmente revelador: la aridez.
“Desierto es una palabra que tiene mucho peso en la cultura occidental”, explica William Atkins, de 46 años, en una conversación por videoconferencia desde Londres, donde reside. “Pretendía entender lo que queríamos decir con ella. Creo que tradicionalmente, desde luego en términos bíblicos, ha sido el lugar de la muerte, un lugar asociado a la falta de vida. Pero lo que descubrí en el transcurso de estos viajes durante tres años es que el desierto no es en absoluto un lugar sin vida. De hecho, puede ser un lugar lleno de ella. Definir el desierto es complicado. No es necesariamente un lugar muy caluroso. Para mí, lo que lo define es la aridez, la sequedad. Necesitamos agua para vivir. Supongo que en España pasa lo mismo, pero en Inglaterra estamos viviendo la época más seca de nuestra historia moderna en este momento. Es algo en lo que he estado pensando mucho ahora”.
Akins ha recorrido desiertos míticos, como el Cuarto Vacío en Arabia, el implacable Rub al Jali, que exploró el más famoso de los aventureros de la nada, Wilfred Thesiger —cuando explicó a los beduinos que quería cruzarlo, le miraron alucinados porque no entendían el motivo por el que alguien quería atravesar lo que ellos conocían simplemente como “las arenas”— o el desierto oriental de Egipto, donde se produce una fusión fundamental en la historia humana entre aquellos inmensos espacios vacíos y el monoteísmo.
Pero también realiza otros viajes más sorprendentes, a dos desiertos en cuya formación la humanidad ha tenido un papel importante: el de Victoria, en Australia, y el mar de Aral, en Kazajistán, convertido ahora en un páramo por la intervención humana. Fue utilizado en la época soviética para regar inmensos campos de algodón y se secó. Naturalmente, a su vez los campos de cultivos acabaron convertidos en tierras baldías. En el caso de Australia, en la zona de Maralinga, los británicos realizaron pruebas nucleares entre 1953 y 1966. La contaminación radioactiva se mantiene. Además, está habitado por alguna de las serpientes venenosas más peligrosas del planeta.
“Esos viajes por los desiertos tuvieron algo de advertencia”, señala Atkins. “Sobre todo, el sur de Australia y el antiguo mar de Aral. El desierto puede ser un lugar lleno de vida, pero no ahí. Esos espacios están muertos: han sido destruidos por la actividad humana. El desierto natural puede ser hasta un lugar próspero. Creo que ambos casos pueden sentirse como advertencias de lo que la humanidad es capaz de hacer a su entorno”.
Al igual que las montañas, los desiertos son lugares inhóspitos, pero, como insiste Aktins, están muy vivos (siempre que la humanidad no haya pasado por ahí como las siete plagas de Egipto). Sin embargo, vivir en esos espacios vacíos y áridos requiere un profundo conocimiento del terreno, un enorme esfuerzo para saber aprovechar los recursos, un respeto hacia el equilibrio de un mundo natural siempre precario y una gestión responsable y austera del medio. Paul Bowles, narrador estadounidense afincado hasta su muerte en Tánger, profundo conocedor del Sáhara, explicaba así la existencia de los oasis en uno de sus libros más bellos, Cabezas verdes, manos azules (Alfaguara, traducción de Guillermo Lorenzo): “Esos bosques de palmeras datileras son ante todo una creación del hombre y pueden continuar existiendo solamente si la labor de irrigación del terreno se mantiene implacablemente”.
Cuando se le pregunta a Aktins por lo que se puede aprender de los pueblos del desierto, capaces de crear y de mantener durante siglos los oasis, responde: “Podemos aprender la austeridad, la austeridad buena, quiero decir. También la diferencia entre lo que necesitamos para sobrevivir y lo que necesitamos para prosperar, comprender el entorno en el que vivimos en cada momento. En cualquier caso, podemos aprender muy pocas cosas sin hablar con la gente que habita esos lugares, dependemos completamente del conocimiento de otras personas, como los beduinos de la península arábiga. En un desierto lo que necesitas es conocimiento y eso solo te lo pueden transmitir aquellos que llevan toda la vida ahí. Al final, lo que necesitas para sobrevivir en el desierto son amigos”.
Los grandes libros del desierto
El desierto es un espacio lleno de vida y también de literatura. Se podría argumentar que el primer gran libro nacido del desierto es la Biblia, sobre todo el Antiguo Testamento. Es una literatura que se ha ido nutriendo de exploradores, pero también de novelistas, como los citados Saint-Exupéry, Bowles (autor también de El cielo protector o de Déjala que caiga) o, por qué no, Hergé, quien puso a sus personajes a caminar sobre un paisaje interminable de dunas en Tintín en el país del oro negro. Pierre Lotti, Edward Abbey, Luis Sepúlveda, Jean-Marie Le Clézio o Dino Buzzati son otros grandes novelistas del desierto.
Atkins cita a numerosos exploradores en su libro, empezando por Wilfred Thesiger y su clásico Arenas de Arabia y, naturalmente, T. E. Lawrence y sus Siete pilares de la sabiduría, pero preguntado sobre aquellos con los que se queda, elige dos. “Isabelle Eberhardt, la maravillosa escritora ruso-francesa argelina que, por supuesto, murió muy joven en el desierto, en Argelia. Era alguien que no podía sentirse en casa en ningún lugar de Europa. Sin embargo, en el desierto encontró un paisaje que se ajustaba a su carácter de alguna manera. Y un lugar al que podía llamar hogar. Escribe sobre él sin ningún tipo de romanticismo, sentimentalismo o autocomplacencia. Pero entiende el paisaje y honra a la gente que vive allí”, señala. “El otro es un autor relativamente moderno, Sven Lindqvist, que escribió sobre Maralinga en Australia y también sobre el Sahara. Es importante porque supo explicar el motivo por el que estos lugares vacíos y marginales ocupan un espacio geopolítico muy importante”.
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