Pedro Cruz Sánchez, ensayista de arte: “El único límite de la ‘performance’ es el código penal”
El autor publica el primer ensayo enciclopédico de la acción artística más notable del siglo XX, que recorre su historia desde las vanguardias hasta la actualidad
Desde que a comienzos del siglo XX los Futuristas descubrieron las posibilidades de inflamar al público a base de poesía, actuaciones musicales y soflamas políticas, la performance es la acción artística más representativa del arte contemporáneo. Casi todos los museos cuentan ya con programación específica para un género que contaminado de danza y teatro es cada vez más global y más político. Con raíces bien sujetas en el dadaísmo, la performance tiene en su santoral a nombres tan consagrados e influyentes como John Cage, Joseph Beuys, Yves Klein, Marina Abramovic, Pussy Riot, Femen o Esther Ferrer. Lo que hasta ahora no tenían los seguidores del género era un estudio enciclopédico, más allá del libro escrito por la historiadora estadounidense RoseLee Goldberg (una recopilación que se detiene en la década de los setenta). La inmensa laguna se salda ahora con la publicación Arte y performance. Una historia desde las vanguardias hasta la actualidad (Akal), una profunda y extensa investigación (660 páginas) de Pedro A. Cruz Sánchez, profesor de Últimas Tendencias del Arte en la Universidad de Murcia, poeta y autor de numerosos ensayos vinculados a las disciplinas artísticas.
El primer asunto que hay que resolver con la performance es su definición. El historiador y crítico Fernando Castro Flórez tira de humor caústico para decir que es “el arte de maltratar al público”. Puede que esto ocurra a veces. El autor del ensayo lo resume, por correo electrónico, como si se lo explicara a sus alumnos: es una acción artística, una muestra escénica interpretativa cuyo fin es transmitir una idea o concepto generando una reacción en el espectador. Las perfomances han supuesto la mayor revolución de todo el arte del siglo XX. Y han salido de los museos. Se puede intervenir en cualquier sitio. Por primera vez en la historia, los artistas tienen cuerpos. Antes solo existían por sus obras y gracias a estas experiencias el espectador está más cerca y puede interactuar con la pieza y con el autor.
Especializado en últimas tendencias del arte, porque “si no comprendes el arte de tu tiempo, es imposible que entiendas el de otra época anterior”, Cruz Sánchez afirma que hay dos formas de entenderlo: de un lado, están aquellas posiciones que consideran que, cuanto más se aleje de la vida, mayor capacidad tendrá el arte para singularizarse e intervenir, por tanto, en ella —mencionemos, en este caso, a Liam Gillick— y, de otro, los hay que intentan borrar al máximo la frontera que separa al arte y la vida —es el caso, por ejemplo, de Allan Kaprow—. “No creo que haya que elegir a priori, y de manera absoluta, una de ellas. Dependiendo de la situación, habrá que priorizar una u otra”, dice el autor.
Para Cruz Sánchez todo cabe en una performance: la poesía, lo espiritual, lo abyecto, el humor, lo político, lo íntimo, lo biográfico. “Es un género que atraviesa todos los intereses del ser humano. Si algo forma parte de la vida, es susceptible de ser objeto de una performance”, comenta.
Bufonadas
Las piezas más conocidas suelen ser las más escandalosas: orinarse sobre el lienzo, clavar el escroto en la plaza... Ante esto, el ensayista diferencia entre espectáculo vacío y arte: “Si se busca la provocación por la provocación, entonces será una mala performance. En el caso de Piotr Pavlenski —el artista ruso que se clavó el escroto frente al Kremlin—, se trataba de visualizar la ausencia de libertad y la parálisis social traídas por el totalitarismo de Putin. En otros casos, la realización de acciones extremas —aquellas que implican heridas, mutilaciones, lesiones, ejercicios de resistencia— conlleva un periodo de preparación y entrenamiento del cuerpo que puede durar semanas. Nada es gratuito en la performance. Si lo es, no es una performance como tal, sino una bufonada.”
¿Es el código penal lo único que pone límites a una performance? “Exacto”, responde tajante el profesor. A los accionistas vieneses los detuvieron por masturbarse mientras entonaban el himno nacional austriaco; Chris Burden tuvo que pasar por comisaría tras fingir un atropello; las autoridades chinas prohibieron hacer arte con material humano después de que Zhu Yu se comiera con cuchillo y tenedor un feto no nacido.
El activismo político está muy vinculado a las acciones artísticas. En el libro se explica que, “paradójicamente, conforme la performance se ha ido institucionalizando y entrando en los museos, mayor ha sido la inclinación de los artistas a utilizarla como estrategia política. La performance comienza a politizarse en la escena latinoamericana de 1960 en adelante, adquiere vigor con el feminismo de los setenta, y vuela alto con la llegada del siglo XXI. El activismo ruso y ucranio —Voina, Pussy Riot, Femen—, la incansable lucha contra el totalitarismo del régimen cubano de Tania Bruguera, o la denuncia de la violencia de Regina José Galindo son grandes ejemplos”.
Como suele ocurrir con otras actividades creativas, es difícil que el performer viva de su arte. ¿Cómo se comercializa una pieza de este tipo? “Son raros los artistas que viven con holgura de la performance”, reconoce el profesor, “lo que es en sí la realización de una performance solo aporta dinero a su autor si es encargada por una institución y se la pagan como una actuación —ya depende de la cotización de cada artista—. Desde los setenta, la forma más habitual que han tenido los artistas de rentabilizar sus performances ha sido mediante la comercialización de los vídeos y fotografías que se realizaban durante su ejecución. Si el videoarte ya tiene un difícil mercado, imagine las llamadas ‘artes vivas’. Salvo superestrellas como Marina Abramovic, vivir de esta disciplina es difícil”.
Un año enjaulado
Cuando se le pide que escoja tres piezas de la muchas que le han impactado, no tiene dudas. La primera es Meat Joy (1964), de Carolee Schneemann, “una artista que luchó contra el machismo en el mundo del arte de una manera heroica. Tuve la suerte de coincidir tres veces con ella, y es una de esas personas que te marcan para siempre”, dice el autor. En la obra los cuerpos desnudos se retuercen embadurnados de pintura, papel, pescado crudo, carne o partes de aves. Como pieza de resistencia se queda con One Year Performance 1978-1979, del taiwanés Tehching Hsieh. “Estuvo un año encerrado en una jaula sin poder escribir, escuchar la radio o música y ver la TV. Nada que le pudiera entretener”, añade. Y la obra más extrema y reprobable moralmente es Sacrifice: Feed a Dog with His Child (2002), del artista chino Zhu Yu. “En ella, pactó con una mujer dejarla embarazada mediante inseminación artificial y que abortara a los cuatro meses, dándole el feto. Una vez que le fue dado a Zhu Yu, se lo llevó a casa de unos amigos y se lo dio a comer a un perro hambriento que había recogido de la calle”.
Performance propia
La realización de este libro ha tenido todos los aires de performance dramática para el autor: “Estuve casi tres años de redacción, a 16 horas por día, para entregar el libro en la fecha prevista. La investigación en España no está muy apoyada, y mucho menos en Humanidades. Cuando se me acabó el dinero, me había gastado 20.000 euros, y ya no podía seguir comprando libros, tuve que pedir un préstamo. En el banco fliparon cuando les dije que era para comprar libros. Dicen que nunca les habían pedido un préstamo para ello. Luego vino la pandemia y la falta de suministro de papel y el libro se retrasó casi dos años en su publicación. Una odisea”.
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