Los últimos pianos del Finisterre noruego
En medio de adversidades de todo tipo, el Festival de las islas Lofoten vuelve a dejar oír su voz como una de las propuestas más atractivas, intensas y originales de la oferta musical clásica veraniega
En Los últimos pianos de Siberia, Sophy Roberts recorre la vasta Rusia septentrional en busca de “pianos arrastrados y abandonados por la marea viva del Romanticismo decimonónico europeo”; más que por los instrumentos en sí, por las historias que cuentan sus diversos traslados o las manos que se posaron sobre sus teclas. Es imposible no recordar su lectura al llegar de nuevo a uno de los confines occidentales de Europa, las islas Lofoten noruegas, donde desde el pasado lunes se ha celebrado una nueva edición de un festival cuya mera existencia roza lo milagroso. El traslado excepcional de fechas del que organiza Leif Ove Andsnes en Rosendal (de su enclave tradicional en agosto a julio) ha permitido asistir a uno y otro, los más relevantes e idiosincrásicos del verano musical clásico noruego, de manera consecutiva, lo cual invita, por supuesto, a reflexionar sobre sus semejanzas y sus diferencias.
Andsnes plantea año tras año un equilibrio entre el piano (su instrumento) y la música de cámara, voz incluida. Knut Kirkesæther, el fundador y director del Festival de las Lofoten, dedica los años pares al piano y los impares a la música de cámara, pero lo hace no con exclusividad, sino con predominio de uno u otra, ya que hay siempre cabida para ambos. Rosendal centra toda su actividad únicamente en dos sedes, un antiguo establo reconvertido en moderna sala de conciertos y la iglesia del pueblo, separadas apenas por un kilómetro de distancia una de otra. El otro festival, en cambio, hace honor a su nombre y se desarrolla en múltiples escenarios repartidos por varias islas: constituye, por tanto, toda una invitación al viaje, al nomadismo, al traslado constante de un lugar a otro, casi siempre a lo largo de la carretera que conecta todas las islas y que muere en una localidad llamada simbólicamente Å, la última letra del alfabeto noruego. Los escenarios son también variopintos: aunque predominan las iglesias, tanto en pequeñas localidades como en plena naturaleza, los conciertos se celebran también en modestos centros culturales y galerías de arte.
Ambos festivales proponen un calendario de conciertos intenso: diez entre jueves y domingo se vivieron en Rosendal, dieciséis entre lunes y sábado en las Lofoten. En ambos casos, lo habitual es un concierto matutino, otro vespertino y un último nocturno (sinónimo de diurno en estas latitudes, donde la noche entendida como ausencia total de luz prácticamente no existe). Y los dos han hecho suya la filosofía que consagraron en su día festivales como los de Lockenhaus o Kuhmo: varios músicos presentados en prácticamente todas las combinaciones posibles, fomentando la interacción constante entre ellos. La convivencia entre ellos se hace casi extensiva a la que acaba creándose enseguida entre los intérpretes y el público, cuyas vidas siguen durante varios días trayectorias paralelas, por lo que el festival se convierte muy pronto en una experiencia íntima, familiar, casi doméstica. Es también muy frecuente que los músicos se integren entre el público durante la interpretación de aquellas obras en las que no participan para poder escuchar —y aplaudir— a sus colegas.
Organizar en este confín de Europa tantos conciertos concentrados en tan pocos días exige un esfuerzo logístico considerable, no solo de ensayos, sino también de transporte, debido a la necesidad de movilizar incesantemente no solo a personas, sino también a instrumentos, sobre todo los pianos, claro, esos últimos pianos de este Finisterre noruego que deben estar afinados y a punto en cada una de las iglesias, centros culturales o galerías elegidos. Cuenta el festival para ello con un grupo asombroso de voluntarios —no precisamente jóvenes la mayoría de ellos— a los que se ve dedicados en cuerpo y alma a la tarea de obrar el milagro de hacer posible un festival de primer nivel en lugares que carecen de la mínima infraestructura para ello. Por eso, al escuchar tantos pianos y en tantos lugares diferentes, casi siempre a pocos metros del agua y del mar abierto, es imposible no pensar en el mitad ensayo histórico, mitad libro de viajes, de Sophy Roberts: aquí también podrían escribirse muchas historias.
Otra diferencia esencial entre Rosendal y Lofoten es la programación. Leif Ove Andsnes elige un compositor o un tema monográfico en torno al cual gira la casi totalidad de su oferta de conciertos: este año, Beethoven, recuperando así la edición cancelada de 2020, el año de su efeméride. Knut Kirkesæther, en cambio, se desvincula de cualquier pie forzado y busca la mayor variedad posible, sacando el máximo partido de la plantilla de instrumentos elegida para ese año. Cuenta, eso sí, con una suerte de conjunto residente, el Cuarteto Engegård, que le sirve de comodín perfecto para, bien en su totalidad, bien con uno o varios de sus integrantes desgajados del grupo, poder afrontar un amplísimo repertorio. En los años en que predomina el piano, como es el caso de este verano, Kirkesæther nombra también una suerte de director artístico asociado, encargado de seleccionar tanto obras como intérpretes. Y el elegido este año ha sido el gran pianista húngaro Dénes Várjon, una garantía —por su personalidad y por su trayectoria— de que las cosas se harían con la máxima seriedad y con el mejor criterio. Haberse formado con músicos de la talla de György Kurtág, Ferenc Rados, Sándor Végh o András Schiff (presente aquí en el festival de 2019) son credenciales que muchos envidiarían para sí.
Junto al propio Várjon, el plantel de pianistas residentes de esta edición, de escuelas y generaciones muy diferentes, se ha completado con Izabella Simon (otro gran fruto de la gloriosa escuela musical húngara), el británico Paul Lewis, los israelíes Shai Wosner y Roman Rabinovich, la británica Kathryn Stott (la más veterana del grupo) y el japonés Ryoma Takagi (el más joven). Además del citado Cuarteto Engegård, la nómina de solistas se completaba con el contrabajista ucraniano Iván Zavgorodniy, el oboísta español Vicent Montalt (sustituto de ultimísima hora de su maestro, Stefan Schilli, contagiado de Covid); el clarinetista húngaro Csaba Klenyán; el fagotista italiano Marco Postinghel; el trompista austriaco Johannes Hinterholzer; y el barítono alemán Johannes Held. Piénsese en cualesquiera combinaciones posibles de estos instrumentos y prácticamente todas ellas han encontrado reflejo en la densa y ambiciosa programación de estos días.
Conviene detenerse brevemente en el tradicional concierto inaugural celebrado en el Centro Cultural de Svolvær del pasado lunes para hacerse una idea de la filosofía del festival. Como no podía ser de otra manera siendo Várjon este año la principal mente rectora, el programa se abrió con ocho de las Canciones campesinas húngaras de Béla Bartók interpretadas por él mismo. A continuación, el tercer movimiento del Trío op. 11 de Beethoven (el primero de muchos guiños a la edición de 2020, que también hubo de suprimirse) en la versión original con clarinete. Después, la Elegía núm. 1 de Giovanni Bottesini, una de las Romanzas op. 22 de Clara Schumann y Scaramouche, para dos pianos, de Darius Milhaud. Tras el intermedio, el movimiento lento del Cuarteto op. 54 núm. 2 de Haydn, un Lied de Franz Liszt, las Seis Bagatelas op. 97 de Sibelius, cuatro de las Danzas húngaras de Brahms (para piano a cuatro manos) y, de nuevo Hungría, pero esta vez de vuelta al siglo XX, los dos últimos movimientos del Sexteto op. 37 de Ernő Dohnanyi, que supieron a poco y que dejaron al final con ganas de haber podido escuchar la obra completa. ¿Cuántas de estas músicas pueden disfrutarse habitualmente en las salas de concierto? Pues estas cartas credenciales, aquí resumidas o esbozadas casi en un solo concierto, fueron las mismas que han ido desplegándose, isla tras isla, iglesia tras iglesia, día tras día, hasta una secuencia de parecidas características, sin bien de un cariz mucho más informal, en la clausura del sábado por la tarde.
Es imposible dar cuenta, siquiera resumidamente, de todo lo escuchado estos días, pero sí que pueden apuntarse algunos elementos reseñables. En el primero de los dos únicos recitales pianísticos stricto sensu programados estos días, Shai Wosner se enfrentó a una de las sonatas para piano más concisas de Beethoven, la op. 79, y a su última gran composición para su instrumento, las Variaciones Diabelli. La versión de la op. 120 debió de ser una de las más rápidas de las que hay noticia (por debajo de los cincuenta minutos, aun respetando todas las repeticiones), al tiempo que una de las más originales, ya que Wosner propuso una interpretación rabiosa, casi violenta a ratos, apremiante, nerviosa, eléctrica, con el humor sustituido casi por completo por la dialéctica y por un desbocamiento casi generalizado. Dedos le sobran para permitirse tempi semejantes y su propuesta, un dechado de coherencia a partir de unos presupuestos personalísimos, e influida quizá por el estado de ánimo del momento, dejó el aire de la iglesia de Henningsvær plagado de interrogantes.
Muy diferente fue el planteamiento de Dénes Várjon en su interpretación esa misma tarde, en la iglesia de Buksnes, de una de las cimas del repertorio pianístico: la Fantasía op. 17 de Schumann. Precedida, con excelente criterio, de An die ferne Geliebte (citada expresamente por el autor de Genoveva al final del primer movimiento: Clara era aún su “amada lejana”), un lujo normalmente inaccesible en cualquier sala de conciertos, Várjon planteó una versión de intensidad creciente, impecable técnicamente, rebosante de energía en el segundo movimiento y con el aliciente añadido de recuperar al final del tercero la cita de la melodía del primer Lied del ciclo beethoveniano: esa fue justamente la idea original —luego descartada— de Schumann, como puede verse en un manuscrito que se encuentra justamente en la Biblioteca Széchényi de Budapest. Resulta discutible si tiene sentido recuperar aquella Urfassung desechada o no, pero, de tenerlo, es sin duda en un caso como este, cuando la Fantasía se ha visto precedida específicamente de una interpretación del ciclo de Beethoven. En la segunda parte, Várjon volvió a dejar constancia de su inmensa clase tocando la exigentísima parte de piano de la Sonata núm. 9 de Beethoven, que también escuchamos en Rosendal a Antje Weithaas y Enrico Pace. Aquí el violinista fue Arvid Engegård, que da nombre a su propio cuarteto, un instrumentista con unas condiciones extraordinarias y que, en pocos compases, es capaz de ofrecer dos caras tan diferentes que cuesta asociarlas al mismo intérprete. Junto a momentos extraordinarios —por sonido, por fraseo, por técnica, por musicalidad, por intuición—, otros sorprenden negativamente por desastrados, descuidados, poco trabajados. Está claro que Engegård confía en su inmensa facilidad para tocar y superar casi cualquier obstáculo, pero eso a veces no lo es todo.
Paul Lewis tiene una conexión especial con Beethoven y así lo ha demostrado durante toda su carrera. El pianista de Liverpool tocó el martes por la noche en la iglesia de Borge una Sonata op. 13 que fue el reverso perfecto de la lectura caprichosa y desnortada que ofreció Víkingur Ólafsson en Rosendal de esta misma obra. Valiente, sabiendo definir muy bien el territorio en cada uno de los tres movimientos, confiriendo todo su valor expresivo a los silencios, fue la primera de sus tres grandes incursiones beethovenianas de esta semana, completadas con una versión camerística del Concierto núm. 4 y una lectura incandescente de la Sonata op. 57. De aspecto eternamente juvenil, Lewis jamás se estrella, como le ha sucedido y sigue sucediendo a tantos grandes de su instrumento, contra el muro del compositor de Bonn. Él lo entiende, se mimetiza con sus diferentes estilos, habla su mismo lenguaje y nos atrapa irremediablemente con la veracidad y la hondura de sus versiones.
La presencia de un cuarteto de instrumentos de viento ha permitido la escucha de obras infrecuentes, como los Quintetos con piano de Mozart (con Roman Rabinovich al piano) y Beethoven (con Dénes Várjon), el Octeto de Schubert (con el Cuarteto Engegård) o el poco escuchado Concertino de Leoš Janáček, una obra genial desde el primer hasta el último compás, la última aparición estelar de Dénes Várjon. Marco Postinghel, fagotista de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera, una de las grandes formaciones europeas, ha dejado muestras de su liderazgo, aunque Johannes Hinterholzer se ha revelado asimismo como un formidable trompista y el joven Vicent Montalt (solista de oboe y corno inglés de la Orquesta de Stavanger, aquí en Noruega) ha sabido estar a la altura de sus ilustres colegas, a pesar de haber tenido que viajar a las Lofoten literalmente en el último minuto y sin posibilidad de preparación previa. En solitario, sus tres Romanzas op. 94 de Schumann (con Dénes Várjon) sirvieron para confirmar su gran clase. Otra española, Laura Custodio Sabas, formada en Londres, se ha incorporado recientemente como segundo violín del Cuarteto Engegård y en sus numerosas intervenciones ha causado asimismo una excelente impresión. Fuera del repertorio cuartetístico, tocó el jueves en la Catedral de Lofoten una modélica parte de violín del Trío K. 542 de Mozart, con Dénes Várjon al piano y su colega de cuarteto, Jans Clemens Carlsen, al violonchelo.
Ryoma Takagi, triunfador en el Concurso Grieg de 2018, y Roman Rabinovich, primer premio en el Concurso Rubinstein diez años antes, se han enfrentado a puntales virtuosísticos como los Cuadros de una exposición de Músorgski (el primero) y los Estudios op. 10 de Chopin (el segundo), además de formar parte de varias combinaciones camerísticas. Escuchándolos tocar a semejante nivel, se cobra conciencia de lo difícil que es llegar a lo más alto en un ámbito donde la competencia es feroz y la suerte desempeña un papel crucial. Pero ha sido Dénes Várjon, omnipresente día tras día, el que ha mostrado una versatilidad y un dominio de todos los repertorios, de Mozart a Bartók, que lo encumbran como el gran héroe de esta edición del festival, no solo por su responsabilidad en la programación, sino por su excelencia sobre el escenario, ratificada en el concierto de clausura del sábado por la tarde en la iglesia de Buksnes, una sucesión de pequeñas piezas que no figuraban en el programa impreso y que revelaban los propios músicos. Pero también aquí hubo desigual interés, y en lo más alto del podio volvió a situarse Varjón con la interpretación de tres canciones folclóricas de Béla Bartók. Justo a continuación llegó el momento más emotivo, cuando Iván Zavgorodniy tocó al contrabajo una canción popular ucraniana que se ha convertido en la música de despedida de todos los muertos durante la invasión rusa. Y también hubo lugar para la risa, como cuando Johannes Hinterholzer tocó el primer movimiento del Concierto para Alphorn de Leopold Mozart con un improvisado instrumento consistente en un trozo de manguera con una boquilla de trompa en un extremo y un embudo de plástico a modo de pabellón en el otro.
Quedarán largo tiempo en el recuerdo de lo mucho y bueno escuchado estos días en las islas Lofoten la suite de Ma mère l’oye de Ravel tocada por Dénes Várjon e Izabella Simon (cuesta imaginarla traducida con más sensibilidad o mayor entendimiento entre los dos pianistas), los Contrastes de Béla Bartók (con el pianista húngaro, su compatriota Csabas Klenyán y Arvid Engegård, un violinista ideal para una obra así, inmortalizada por Benny Goodman, Josef Szigeti y el propio Bartók), el Hommage à R. Sch. de Kurtág (con ese misterioso golpe de bombo final), el último Liszt cuasiatonal (Schaflos! Frage und Antwort y La lugubre gondola) al que dio vida Izabella Simon mientras el sol, apenas presente estos días, entraba aún con fuerza por la ventana a las once de la noche en la iglesia de Henningsvær, o el originalísimo recital en solitario de Kathryn Stott, un dechado de originalidad que incluyó una sucesión de piezas —partes de un rompecabezas perfectamente concebido y armado— de Louis Vierne, Ernesto Lecuona, Lili Boulanger, Francis Poulenc, Philip Glass, Georg Gershwin, Graham Fitkin o un virtuosístico estudio de Earl Wild a partir de The Man I Love, del propio Gershwin. Y poder escuchar en varias ocasiones a los integrantes del Cuarteto Mode invitaba una y otra vez a pensar que no todo está perdido. Que cuatro excelentes instrumentistas jóvenes noruegos quieran consagrar su vida profesional al cuarteto de cuerda, lo que supone altísimas exigencias, constante sacrificio y bajísimas remuneraciones, es lo más parecido a un rayo de esperanza en un verano lleno de incendios, humo, cenizas y negros nubarrones en el horizonte.
Rosendal y Lofoten se han sobrepuesto como han podido a la terrible crisis de público de este verano que están acusando todos los festivales, grandes y pequeños, como consecuencia de la galopante inflación, la incertidumbre política, el caos aeroportuario generalizado, las constantes cancelaciones de vuelos de resultas de las huelgas en las compañías aéreas y, por supuesto, la Covid, que sigue haciendo estragos por doquier y que ha cambiado sustancialmente los hábitos de asistencia a espectáculos en vivo de los aficionados. Pero si hay festivales que requieren apoyo, son justamente estos proyectos pequeños, idealistas, ilógicos casi, que consiguen llevar la mejor música a lugares remotos, a las últimas fronteras, sin formalidades, pero con rigor y entusiasmo. Si solo sobrevivieran los festivales del oropel y el relumbrón patrocinados por las grandes fortunas, entonces sí que estaría ya todo perdido.
Babelia
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