Cartografía de las desventuras húmedas
El sugerente ‘Atlas de infortunios en el mar’ recoge casos notables e historias desconocidas de dramas de la navegación
La vida tiene estas casualidades. Estaba el otro día viendo los restos del barco de mi cuñado —el casco y poco más— que se blanquean melancólicamente al sol en un astillero de El Ferrol como el esqueleto de una ballena plateada, y ahora ha caído en mis manos el notable Atlas de infortunios en el mar (geoPlaneta), un libro con mapas sobre historias de naufragios, desapariciones y otros dramas marinos.
La Perla Negra, que es como llamábamos al velero de Javi en sus salidas lúdicas (el nombre oficial es Capitán III), fue a dar el pasado abril contra el artero arrecife de Salmedina, frente a Chipiona y naufragó. El maltrecho navío rescatado en lo posible fue a parar a los astilleros ferrolanos Blascar y ahí sigue esperando el día del (su) juicio. Aprovechando una visita a la ciudad traté de verlo, pero era fiesta, la zona del astillero estaba cerrada, y lo que hicimos con Javi fue trepar un promontorio al final de la playa y asomarnos para contemplarlo de lejos, varado en tierra en una rada junto a un hangar. Lo observamos envueltos en un silencio punteado por el rumor de las olas y yo miraba de reojo la expresión de infinita congoja en el rostro de su capitán: supongo que para no sufrir luego de esa manera es por lo que prefieren hundirse con el barco. Creo que ni el Pequod tras el encuentro con la ballena ni el Titanic tras el suyo con el iceberg están así, pobre Perla; yo diría que sus días en el mar han pasado, aunque, claro, no soy ingeniero naval (a diferencia de mi bisabuelo, otro Jacinto, que construyó el primer portaviones Dédalo, yo no sabría por dónde empezar); y siempre cabe la esperanza: si hasta parece que va a volver a navegar Jack Sparrow.
En el Atlas de infortunios en el mar —y vaya infortunio el de nuestra Perla— se abordan, precisamente, los cementerios más grandes de barcos del mundo, Alang, en India, y Chittagong, en Bangladés, tristes necrópolis marinas en las que los navíos, desde los grandes petroleros herrumbrosos a los cruceros obsoletos y los yates pasados de moda (e incluso portaviones como el Clemenceau, en Alang), son desguazados a brazo y soplete por huestes de miserables chatarreros, hasta que no queda nada: perecedera memoria de los barcos como su estela de espuma en el mar. Uno se queda pensando en dónde debieron varar y desguazar al Patna, el Caine, el Poseidón (efectivamente: volcó pero no se hundió; al desballestar-lo, que decimos en catalán, debió salirles el cuerpo atascado de Shelley Winters)…
Hay otras muchas historias en el libro, obra del historiador marítimo y exmiembro de la Armada francesa Cyril Hofstein, que recuerdan la triste suerte de la Perla. Especialmente el capítulo La flota hecha pedazos del almirante conde Jean d’Estrées, en el que se cuenta como el hasta entonces exitoso comandante en jefe de la escuadra del Rey Sol zarpa en 1678 de las Antillas con una flota de 17 navíos de guerra para arrebatarles la isla de Curazao a los holandeses y, por culpa de una laguna en las cartas y la impericia de un piloto, va a estrellar su buque insignia, el Terrible, contra los arrecifes de la Isla de las Aves. Apenas se ha montado el barco en las rocas, desgarrándose el casco con un estruendo ensordecedor, cuando lo siguen en el desastre el Tonnant, el Prince, el Belliqueux, el Hercule, el Défenseur y el Bourbon, naufragando todos, uno detrás de otro. Debió ser cosa de verse, y la cara del almirante, que eso sí que fue de estrés…
Siento una afinidad especial con Cyril Hofstein, que escribe que en el mar “el miedo es un veneno”, y no sólo porque seamos ambos lectores de Patrick O’Brian y, como él, estuviera yo embarcado en un portaviones, el Harry Truman en mi caso, para escribir un reportaje (él escribió un libro sobre su estancia en el Charles De Gaulle y ganó un premio). Sino porque nos une otro barco, la fragata Hermione, la que llevó a Lafayette a Norteamérica para enrolarse en la causa revolucionaria de las colonias que dio pie a la independencia de EE UU. Yo tuve la suerte de poder contemplar en dos ocasiones los trabajos de construcción de la nueva Hermione, según los planos originales, en un astillero en Rochefort, y Hofstein tuvo mucha más suerte al embarcarse en parte del trayecto de la singladura que conmemoraba el viaje de 1780.
En la treintena de historias que conforman el atlas de infortunios, agrupadas por áreas geográficas y con una cierta tendencia a lo francés, están viejos barcos conocidos como el corsario confederado CSS Alabama del capitán Semmes, el Erebus y el Terror de Franklin, encontrados en 2014 y 2016 respectivamente, las fragatas desaparecidas con el explorador conde de La Pérouse, o el Vasa, la mayor pifia de la marina sueca que zozobró nada más botarlo (recuperado en 1961, se exhibe espectacularmente desde 1990 en Estocolmo en su propio museo que vale más la pena la visita que el de Abba).
Entre mis favoritas, la historia del bergantín Beatrice, desaparecido en 1838 con un verdadero tesoro de objetos arqueológicos del Antiguo Egipto, incluido el sarcófago del faraón Micerino, al que pensamos que le echaríamos el guante en Cartagena, ay, en 1995 con la fundación Clos y Adolf Luna, al que imagino siempre con el sable en un lugar tan poco marinero como Meroe… Espacio también para misterios famosos como el del Mary Celeste, a la deriva sin nadie a bordo, y leyendas como la del Holandés errante (sin duda un gran infortunio el suyo). Sorprendentes el caso del Sedov, el gran velero ruso de cuatro palos y 117 metros de eslora, buque escuela del país, que fue embargado (muchos ecos actuales) en 2000 durante el festival marítimo internacional de Brest a causa del litigio entre Rusia y una empresa suiza. Y el drama de la Mignonette, embarcación inglesa de la que tres náufragos se comieron al cuarto, el grumete, que es como el becario, en el bote salvavidas tras pasar casi un mes sólo con dos latas de nabos, dándole un nuevo sentido a la expresión filet Mignon; afortunadamente, me digo, en el naufragio de mi cuñado no hubo que recurrir a la despiadada ley del mar como en los casos de la Mignonette, el Essex o la Méduse…
Y para acabar, nada mejor que un sumergible alemán de la II Guerra Mundial… infortunado. Recordar que para quienes no lo hayan leído ya, Península acaba de reeditar (la publicó RBA en 2004) la apasionante Tras la sombra de un submarino, crónica extraordinaria de Robert Kurson del hallazgo y exploración en condiciones espeluznantes de un misterioso submarino (al final se descubre cuál) hundido en las costas de EE UU con toda su tripulación en “la época del pepinillo agrio”, la Sauregurkenzeit como la llamaban los marinos de los U-Boot, cuando la marea de la guerra cambió su curso y los tiburones de acero se convirtieron en ataúdes de acero. Auténtica epopeya del buceo en pecios, un libro que no ha de faltar tampoco en la maleta este verano, sobre todo si vas a viajar por mar…
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.