Fito & Fitipaldis reparten felicidad a 15.000 personas en un concierto soberbio en Madrid
El músico bilbaíno llenó el WiZink Center en una noche emocionante que se repetirá hoy sábado
Fito Cabrales lanza temerariamente por los aires su guitarra Fender Stratocaster blanca. Un técnico la amarra al vuelo en una esquina del escenario. No hacen falta instrumentos en este tramo final del concierto. Ni siquiera debe cantar el bilbaíno. Lo hace por él todo el recinto, que entona: “Después de un invierno malo. / Una mala primavera. / Dime por qué estás buscando, una lágrima en la arena”. Una madre abraza a su hijo de 12 años; dos viejos rockeros agitan sus brazos tatuados; unas chicas se graban en vídeo. A alguno se le humedecen los ojos. La canción, Soldadito marinero, continua, solo coreada por el público: “Él camina despacito que las prisas no son buenas. / En su brazo dobladita con cuidado la chaqueta”. Los músicos admiran el espectáculo desde el escenario.
Cómo se lo pasó la gente en el concierto de anoche. No fue un baño de masas, porque ese término atribuido a las estrellas no casa con un Fito Cabrales sencillo y cercano. Mejor describir lo que pasó como que la masa se rebozó en felicidad. La música de Fito consiguió hasta que muchos consumiesen ese pastoso brebaje llamado calimocho. No hay trucos ni zarandajas en los recitales de Fito & Fitipaldis: son cinco tipos adiestrados para ofrecer rock and roll. Podrían estar en un bar tocando para 100 personas. No cambiaría un acorde sobre lo que aconteció ayer, ante un repleto WiZink Center de Madrid con 15.000 personas, un pabellón que vivió otra noche (como hace una semana con Siniestro Total) fantástica en unos conciertos que tienen mucho de catarsis y de desfogue. “Muchas gracias por habernos esperado”, saludó Cabrales con una frase que ya lo decía todo. La espera después de dos años.
Viene el bilbaíno de arrasar en los primeros días de su gira: 20.000 espectadores acudieron a la cita de A Coruña, 15.000 a la de Gijón, 12.000 en Pamplona, 15.000 en Valencia, y así… Las cuatro fechas de Madrid (la de anoche, este sábado y el 1 y 2 de julio) sumarán 50.000 personas, las mismas que el 11 de junio convocará en el estadio de San Mamés. Cifras de locos que ninguna banda española (¿quizá Vetusta Morla?) es capaz de cosechar. Porque Fito Cabrales va más allá de sus canciones, que dicho sea de paso están muy bien. Representa el triunfo del hombre del pueblo: un camarero que se ha establecido como estrella del rock que revienta pabellones. Con su gorra, sus aros en las orejas, su barba de chivo y su pequeña estatura, un tipo de la calle que ha llegado a lo más alto. Todo eso se transmite desde el escenario y llega a un público que se agarra a su autenticidad, cualidad que todo el oro del mundo no puede comprar.
Ante un público entregado, el espectáculo arrancó con una simpática secuencia animada en una pantalla gigante. Unos músicos llegan a un bar, ven el cadáver de un dibujo animado que simula a Fito, lo recogen y le dan vida por un método eléctrico donde la mítica gorra del cantante es la clave. Los músicos entran entonces y atacan A quemarropa, una de las mejores canciones de su último disco, Cada vez cadáver. A partir de ese momento esperan dos horas y media con 22 canciones, algunas ya clásicos del pop-rock español: Por la boca vive el pez, Whisky barato, La casa por el tejado o Antes de que cuente diez. Son esas canciones al trote perfectas para balancear el cuerpo y mover ligeramente las piernas. Antes decíamos que venían del molde Dire Straits; hoy sentenciamos que son puro Fito. Así de clásico es ya Cabrales. “La verdad es que no quiero hablar mucho porque me pongo a llorar, os lo juro. Pero os diré que vamos a pasárnoslo de puta madre”, comentó el protagonista al comienzo de un concierto con sonido excelso. Anoche se demostró que cuando aquello suena a rayos no es culpa del recinto, muchas veces criticado por una supuesta deficiente acústica. Consiste, más bien, en las buenas maneras del equipo de sonido, los técnicos y la pericia de los músicos. Todo eso funcionó anoche a la perfección.
La escenografía resultó convincente a pesar de la simplicidad. Dos pantallas a los lados que proyectaban los detalles que ocurrían en el escenario, y arriba una más grande que algunas veces se iluminaba con las letras “Fito & Fitipaldis” y otras proyectaba imágenes inspiradas en las canciones o de los miembros de la banda en acción. Durante la noche sonaron dos versiones. Una fue Entre dos mares, del exgrupo de Fito, Platero y Tú, muy celebrada. La empezó a cantar en un extremo del escenario para luego corretear y ponerse en el otro. La letra define buena parte de la filosofía de este músico. Primero despreciando al de arriba: “No puedo concebir que tú seas tan idiota. / El triunfo del poder siempre es una derrota”. Y luego retratando su postura de romántico rockero: “Perdido entre dos mares sin viento, sin bandera. / No quiero escaparates: quiero la vida entera. / Soy un bufón errante buscando a una princesa”. La otra versión fue Todo a cien, de los siempre reivindicables La Cabra Mecánica. Fito la transformó en un rocanrolete marca de la casa. Quiero gritar, de su último disco, resultó el momento funky de la noche, con todos los miembros de Morgan (el grupo telonero) acompañando a los protagonistas. Nueve músicos pegándole duro a los ritmos negros e improvisando con, por ejemplo, Blame It On the Boogie, de The Jacksons.
Pasaba media hora de la medianoche cuando terminó el espectáculo con Acabo de llegar. En el momento de los saludos finales, Fito, desbordado al ver a la multitud aplaudiendo a rabiar, se puso de rodillas, se quitó la gorra mostrando su calva y miro al techo, como buscando un halo divino que le ayudara a comprender aquello. La gente aumentó su fervor y le despidió al grito de: “Fito, Fito, Fito”.
Babelia
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