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TIPO DE LETRA
Columna
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El truco para admirar ‘España invertebrada’ es no leerlo

La fortuna del título acuñado por Ortega y Gasset oculta los prejuicios que contiene el ensayo

Ortega y Gasset
Estudio fotográfico en torno a Ortega y Gasset a finales de los años veinte, obra de José Limeses y Antonio M. Saralegui, con vistas a la realización de una escultura.
Javier Rodríguez Marcos

Hay títulos tan rotundos que se independizan del libro para el que nacieron. A veces incluso terminan significando lo contrario de lo que pretendía el autor. Madre coraje (una arpía que se aprovecha de la guerra), Informe sobre la banalidad del mal (que trata de la trascendente normalidad de los malos) o Modernidad líquida (una elegía a la solidez) forman parte de esa historia universal del equívoco. Otras veces, su sonoridad permite citar la obra que nombran ahorrándonos su lectura. Es el caso de España invertebrada, publicado en mayo de 1922.

Que cien años después de su publicación siga considerándose ejemplar demuestra que Ortega llevaba razón: los españoles tienen un problema. Pero no de vertebración nacional sino de comprensión lectora. “Cuando se atraviesan los Pirineos y se ingresa en España se tiene siempre la impresión de que se llega a un pueblo de labriegos”, escribe. “En Sevilla, ciudad de tres mil años, apenas si se encuentran por la calle más que fisonomías de campesinos”. Para el filósofo, el “ruralismo” es el signo de las sociedades sin “minoría eminente”, es decir, aquellas en las que el “obediente” se resiste a otorgar ―”con íntimo homenaje al que manda”― el derecho a mandar. Somos una “raza agrícola” heredera de germanos sin fuelle: los visigodos.

“Cuando se atraviesan los Pirineos y se ingresa en España se tiene siempre la impresión de que se llega a un pueblo de labriegos”, escribe.

Desde su subtítulo, España invertebrada se pretende bosquejo de “pensamientos históricos”, pero su acercamiento a la Historia no se sostiene en dato alguno sino en metáforas médicas muy del gusto del periodo de entreguerras. Tanto como leer el elogio a Cecil Rhodes ―arquitecto del apartheid― por su capacidad de crear un Imperio en “la entraña salvaje de África” o de las Cruzadas como “ejemplos maravillosos de lujo vital, de energía superabundante”, sonroja encontrarse con disquisiciones sobre cuerpos sociales sanos y enfermos o con la conclusión de que para “afinar la raza” no queda otra que aplicar el “imperativo de la selección” porque “no existe otro medio de purificación y mejoramiento étnicos”.

Si un ensayista tan crítico como José María Ridao (República encantada) le reconoce a Ortega que no se dejara seducir por el totalitarismo, historiadores tan templados como José Álvarez Junco y Gregorio de la Fuente (El relato nacional) señalan que a la altura de 1922 su esencialismo lo acerca a “los padres del primordialismo nacionalista” y lo aleja de “todo planteamiento liberal o democrático” para, “cargado de prejuicios misóginos”, caer en una “exaltación de lo ario”.

Corriendo un velo sobre todo lo anterior, estos días se ha destacado la lucidez del metafísico madrileño para hablar de los nacionalismos periféricos. En su prólogo para Austral, el exministro Federico Trillo recordaba que Ortega, y en especial su España invertebrada, fue el autor más citado en los debates que desembocaron en la Constitución del 78. Tal vez eso explique que el título VIII, dedicado a la organización territorial, resultara, por usar el diagnóstico de Santiago Muñoz Machado, “incorrectísimo técnicamente”. España invertebrada tiene apenas 100 páginas. No esperen otro siglo para leerlo. O tengan cuidado cuando citen el título.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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