Michel Onfray: “El Estado europeísta crea incultos, acéfalos conectados a discos duros digitales”
El popular y controvertido autor francés publica ‘El cocodrilo de Aristóteles’, una historia de la filosofía occidental construida a partir de los atributos con los que 33 pensadores han sido representados en obras pictóricas, desde los guantes de Maquiavelo a la taza de té de Marx
La historia del arte está escrita con el lenguaje de la iconografía: a los santos se les reconoce por sus atributos (las flechas que perforan el cuerpo fibroso de San Sebastián, los ojos fuera de sus cuencas que Santa Lucía porta en una bandeja…), el manto de color azul es propio de la virgen María y, más allá de la religión, existe todo un imaginario profano con el que a lo largo de los siglos los pintores y escultores han representado las grandes gestas y las escenas del día a día. A partir de esa lógica que anuda lo visual con lo conceptual, el filósofo francés Michel Onfray ha trazado en El cocodrilo de Aristóteles (Paidós) una breve historia de la filosofía occidental condensada en 33 cuadros que reproducen al mismo número de filósofos, desde el vegetariano Pitágoras en el siglo VI a.C. hasta el deconstructivista Jacques Derrida en las postrimerías del XX. Cada pintura —todas de diferentes épocas y calidades— caracteriza a los autores con un detalle que Onfray ha colocado como clave de bóveda de su pensamiento. El libro lo expresa así: el cocodrilo de Aristóteles en el cuadro de Jean-Baptiste de Champaigne, los guantes de Maquiavelo en el de Hans Mocznay o el parapeto de Nietzsche en la pintura de Edvard Munch funcionan como un código secreto: “La llave con la que abrir todas sus cerraduras”.
Como cualquier otra tentativa de compendio, esta tiene sus carencias. Una fundamental tiene que ver con la ausencia de pinturas que representen a ciertos nombres esenciales de la historia de la filosofía europea. Muy especialmente uno: Epicuro. “Esto me dejó atónito”, afirma Onfray por correo electrónico: “[Este pensador] figura únicamente en una obra colectiva con sus compañeros, por así decirlo: La escuela de Atenas, de Rafael, en la que se codea con filósofos que no son sus coetáneos, como Heráclito o Platón, por ejemplo”. Por el contrario, autores como San Agustín y Santo Tomás de Aquino parecen setas artísticas: se reproducen tantas veces que existen publicaciones enteras dedicadas a recopilar los cuadros que se les han dedicado. “Durante el siglo XX, ante el retroceso de la pintura frente a los asaltos de las performances o de las instalaciones, y frente a la supresión de la figuración en beneficio de la abstracción, los retratos de los filósofos se vuelven más raros”, abunda Onfray. Ante esas “opresiones”, puntualiza el autor, “me he contentado con viñetas filosóficas. Es, digamos, una historia impresionista de la filosofía a través de la pintura figurativa”.
Onfray ha tejido por medio de las imágenes “un hilo cronológico” que no se detiene en el espacio entre un pensador y otro. De la bata de Diderot salta a la pluma de Voltaire. De la blusa de Proudhon a la taza de té de Marx. Cada autor está encerrado en su isla. No existe un tema subyacente, pero sí hay un fantasma que recorre el libro: el cristianismo. Su preponderancia sociocultural en esta parte del mundo explica la cantidad de frescos y telas consagrados a Agustín y Tomás de Aquino, “héroes de la Iglesia católica”, así como el vacío que rodea la imagen de Epicuro, un pensador “materialista y atomista que impide toda superstición”. La sombra de la religión es alargada: cubre el proyecto filosófico de Erasmo, cuyo objetivo es “limpiar el catolicismo de la escoria añadida por los siglos” y se extiende desde el darwinismo —“que pone en aprietos la hipótesis teológica de un Dios creador”— hasta la transgresión de la moral y la concepción del cuerpo cristianas que perpetró Michel Foucault.
Quizá no sea casual la selección de justo 33 pensadores, la simbólica edad de la muerte de Jesús. No lo es que Onfray haya tomado la pintura como medida de la expresión de la historia de las ideas. “La cuestión de la imagen se zanjó mediante un Concilio, el de Hiereia, en el siglo VIII, esto es, en el momento en que nace el islam”, aclara. “Posibilitó el surgimiento de nuestra civilización judeocristiana. Si no se hubiese elegido la iconofilia (la posibilidad de representar a Dios a través de imágenes) en detrimento de la iconoclasia (la prohibición de realizar estas representaciones), no habríamos tenido esta civilización nuestra que, en efecto, se está borrando”. Lo afirma el autor en este ensayo y ya lo adelantó en su controvertida trilogía Breve enciclopedia del mundo: somos testigos de los últimos coletazos de la era judeocristiana. “Nuestra civilización ha llegado a su fin”, abunda. “Dejará paso a la siguiente, que será, probablemente, universal, global, total y transhumanista. El metaverso desempeñará un papel importante y procede, él también, de esta iconofilia”.
Nuestra civilización ha llegado a su fin. Dejará paso a la siguiente, que será, probablemente, universal, global, total y transhumanista
El último representante del viejo orden filosófico sería para Onfray el francoargelino Jacques Derrida. El atributo de la pintura que ha elegido para resumir su pensamiento, realizada por Valerio Adami, es una gata que lo mira a él mientras él mira al artista (o al espectador). Ese mismo pintor, Adami, retrató al propio Onfray con dos símbolos: “Un hacha porque ‘pienso en el hacha como Nietzsche en el martillo’ y una bombilla por la luz que emite, según me dijo [el artista]. No lo cambiaría por nada del mundo, salvo por un hacha más afilada y una bombilla más luminosa”. Después de Derrida, fallecido en 2004, en este siglo XXI se abre para Onfray el abismo de lo virtual. “El ejemplo de las redes sociales que nos eximen de relaciones reales lo atestigua. ¿Cuántas parejas de enamorados, al estar en un restaurante, están todo el tiempo con el móvil, desatendiendo a su pareja, por mucho que esta esté presente físicamente?”, apunta el pensador, que traslada esa idea al campo de la creatividad artística con los NFT, que “encarnan los nuevos iconos exclusivamente digitales” y “serán las galerías, colecciones y museos de esa civilización…”.
El peso menguante de las disciplinas humanísticas tendrá repercusiones tangibles en ese futuro inmaterial. “Es precisamente el Estado europeísta el que está trabajando en pro de una producción en masa de individuos consumistas, ideales para alimentar el proyecto transhumanista. Las dos biblias de este imperio europeo que está preparando el Estado mundial, el ‘Estado total’ de Carl Schmitt, son 1984 de Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley”, vaticina Onfray. “Estas distopías comparten el odio hacia el individuo libre, el pensamiento, la reflexión, el sentido crítico, la cultura, los libros, las humanidades y los clásicos. A esto habría que añadirle el odio hacia el pasado, que supuso la reescritura de la historia. El wokismo y la cultura de la cancelación reman en esta dirección. Es evidente que la filosofía, la literatura, la historia y el arte están en el centro de la diana. Hay que crear incultos, acéfalos conectados a discos duros digitales”.
Lo más parecido que puede haber a una celebridad en el terreno de la filosofía, autor torrencial con más de cien títulos a su nombre, la marca Onfray siempre va de la mano de la polémica. Para unos, el mediático autor se ha vuelto un populista. Otros le recriminan haberse alejado de los ideales progresistas. “Yo no me he vuelto reaccionario, sino que he dejado de ser de izquierdas como lo era antes”, defendió en una entrevista con este periódico en 2018. En El cocodrilo de Aristóteles no duda en cargar contra dos ídolos contemporáneos: Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, de quienes critica que, durante la ocupación nazi de Francia, siguieron disfrutando de la “vida parisina sin preocuparse excesivamente de la Resistencia”. “Esta pareja de depredadores sexuales fue menos feminista que banalmente feudales”, sentencia en su ensayo: “Los señores disponían del cuerpo de sus vasallos”. También tiene cera para otros tótems: desde Marx, a quien afea haber vivido en contra de sus propios ideales, hasta Freud, presentado como un mentiroso irredento.
A Michel Onfray le han acusado, entre otras cosas, de una incapacidad recalcitrante para la autocrítica. En este libro, sin fustigarse, da cuenta de sus pentimentos: en un apéndice final, desvela sus cambios de parecer a la hora de redactarlo y aporta justificaciones a ausencias notables como las de Averroes y Hume. También narra un pequeño secreto: en realidad sí existe —al menos, que él sepa— un retrato relacionado con Epicuro. El autor es un vecino suyo, un pintor amateur que inmortalizó al propio Onfray en un lienzo titulado Retrato de M. O. El jardín de Epicuro. No se trata de ninguna hagiografía: le pinta con la parte superior de la cabeza cercenada, sin ojos, cual “rostro descerebrado”, “sin posibilidad siquiera de ser inteligente”. El autor se lo toma, cómo no, con filosofía, y zanja la afrenta con una máxima: “Sic transit gloria mundi!”. Así pasa la gloria del mundo.
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