Diez grandes películas a (re)descubrir en el refugio cinéfilo de Filmin
Buceamos en las plataformas en busca de joyas cinematográficas. En una tercera incursión se encuentran títulos de grandes directores como Ida Lupino y Sidney Lumet
En el recorrido que venimos haciendo desde hace un tiempo por el contenido más cinéfilo de las plataformas, llegar a Filmin supone alcanzar un refugio seguro y placentero, en el que casi se puede caer en el pecado de la gula porque la oferta es inmensa, casi inabarcable, y de enorme calidad. Aquí no hay que rebuscar entre la maleza para luego encontrar excelentes frutos (como en Netflix), o intentar seguir un patrón de calidad o de parecidos razonables, con un buscador casi inservible, para ir cayendo en la cuenta de que hay bastante donde elegir (Amazon).
En Filmin hay criterio, orden y una ingente cantidad de ciclos y de películas de todas las épocas y estilos, clásicas y de vanguardia, con las que poder gozar y aprender. Así que en la selección de la decena habitual de títulos que hemos venido ensalzando en cada una de nuestras piezas, esta ha resultado casi la más difícil de acotar, aunque no por defecto sino por exceso. ¿Con qué quedarnos? La pauta, esta vez, ha sido la de intentar recuperar obras maestras de autores un tanto caídos en el olvido para las nuevas generaciones, rescatar otras que aún merezcan una reivindicación especial, y que la selección fuera diversa en cuanto a épocas, géneros y territorios, y ecléctica en cuanto a estilos.
El fuego y la palabra (1960), de Richard Brooks.
Crápula, jugador, charlatán, vividor, seductor, predicador. Sinclair Lewis, premio Nobel de Literatura en 1930, soberbio autor de la novela original, concibió un personaje de enorme complejidad para hablar del alma ennegrecida de Estados Unidos en los años veinte, de los grupos evangelistas, y de la religión como una empresa con sus empleados, sus gastos, sus riesgos y sus beneficios, tanto morales como contables. Elmer Gantry, interpretado por un fastuoso Burt Lancaster, despliega su poder de fascinación en una película de colores rotundos, de gran influencia en The Master, de Paul Thomas Anderson, narrada con la habitual solidez de Brooks como adaptador (A sangre fría, Lord Jim, Los hermanos Karamazov). Todo circo necesita un payaso, y lo que tienen montado en la historia tiene mucho de circo, desde la carpa hasta el sentido del espectáculo y de lo asombroso. La histeria de la búsqueda de la vida eterna, y su contrapartida: la religión como la más barata de las medicinas.
El bígamo (1953), de Ida Lupino.
En el Hollywood de los años cincuenta no es que hubiese pocas mujeres directoras, es que había solo una: Ida Lupino, actriz habitual del noir, productora, guionista y cineasta de arrolladora personalidad. Con películas furiosamente atrevidas por sus temáticas (la violación, en Ultraje; las madres solteras, en Not Wanted), Lupino se labró una interesantísima carrera —desgraciadamente corta— marcada por la distancia con los valores tradicionales y por personajes femeninos adelantados a su tiempo: madres independientes, sensuales y ambiciosas, alejadas del arquetipo del cine americano de la época. Su rechazo a lo convencional se demuestra en El bígamo, o la doble relación matrimonial de un viajante de negocios que vive dos vidas con dos esposas en sendas ciudades, y que ama a ambas. Tres personajes apasionantes que nunca son descritos desde el rencor, y sí desde la complejidad y la posibilidad del error.
La fuerza del destino (Force of Evil) (1948), de Abraham Polonsky.
En palabras de Martin Scorsese, el rostro de John Garfield como protagonista de la película es “un campo de batalla del conflicto moral”. Un tipo que ha visto el dinero ilegal pasar por delante de sus ojos durante demasiado tiempo sin sacar tajada, hasta que un buen día piensa que es un desastre que la pasta siempre vaya a parar a manos de otros. Sin embargo, su operación contable, de una sofisticación a prueba de espectadores atentos, implica a su hermano mayor, enfermo del corazón y sin su fría ambición. Polonsky, incluido posteriormente en la lista negra del macartismo por negarse a declarar durante la Caza de Brujas, retrata una sociedad podrida capaz de venderse por todo, y acompaña el relato de una partitura y un tono que imprimen al noir una extraña y agónica melancolía en los personajes. Dura apenas hora y cuarto y sus diálogos se clavan como puñales: “Si te gustan los hombres hechos pedazos, despedaza a tu marido. Yo aún tengo mucho que hacer para poder darte ese capricho”.
Al servicio de las damas (1936), de Gregory La Cava.
Es difícil tener más clase que La Cava filmando screwball comedies, las locas películas que reinaron en los años treinta y cuarenta en el cine americano. El director de las también maravillosas La muchacha de la Quinta Avenida y Damas del teatro muestra su infinita elegancia con el planteamiento más estrafalario y rastrero posible: una gincana consistente en ser el más rápido en encontrar por la calle a un sin techo, y presentarse con él en la fiesta de ricos malcriados que tienen montada. “La única diferencia entre un vagabundo y un hombre es un empleo”, dice el protagonista. Sin embargo, aunque el matiz social sea evidente, las pretensiones de Al servicio de las damas son mucho menos ambiciosas, y quizá más artísticas y honestas: la pura diversión de una comedia en la que todos los intérpretes dicen sus líneas sin el menor énfasis, como si estas no fueran graciosas. Morrie Ryskind, escritor de algunas de las mejores películas de los hermanos Marx, había escrito esas réplicas y contrarréplicas, inigualables en gracia, encanto, chispa y desvarío.
El azar (1987), de Krzysztof Kieslowski.
Antes de enfrentarse una vez más a la decisiva influencia de la casualidad en nuestras vidas, tanto en La doble vida de Verónica como en la trilogía Tres colores, títulos que le encumbraron como un grande del cine mundial, Kieslowski ensayó la película definitiva sobre una frase tremendamente cinematográfica: ¿qué hubiera pasado si…? El director polaco establece tres hipotéticas historias consecutivas, y bien distintas, alrededor de un mismo protagonista, un joven estudiante, según coja (o no) un tren a la carrera en el que se escapa lo que vendría a ser el resto de su vida. El origen de nuestras decisiones, ¿está en nosotros mismos o en el azar? Metafísica y determinismo, comunismo y catolicismo, se unen en una obra filmada en 1981, aunque prohibida por el régimen polaco hasta 1987. La rotunda libertad personal no existe, pero intentar desembarazarse de las ligazones que atenazan a los individuos desde el poder político sí puede estar en nuestras manos.
Siempre estoy sola (1964), de Jack Clayton.
¿El matrimonio es la solución o el problema? ¿Los hijos son la solución o el problema? Vivir en pareja, vivir en el paraíso, vivir en el infierno. Y al final, como dice el título español de la película, “siempre estoy sola”. Los nombres extraordinarios se acumulan en los créditos de esta obra formidable pero, por desgracia, no demasiado conocida. Primero, el de su director, Jack Clayton, el autor de Suspense, la heladora visión cinematográfica de Otra vuelta de tuerca, que filma su odisea hogareña con expresividad visual y ambigüedad tonal. Segundo, Harold Pinter, dramaturgo, premio Nobel y experto en demoledores ambientes familiares, que ejerce de adaptador de la novela original de Emily Mortimer. Tercero, Georges Delerue, el compositor fetiche de la Nouvelle vague. Y cuarto, la pareja protagonista: Anne Bancroft, inolvidable señora Robinson de El graduado, y Peter Finch, no menos imborrable presentador de telediarios en Network. En busca de la serenidad, entre un infernal griterío de niños y de adultos.
La ofensa (1973), de Sidney Lumet.
El director de 12 hombres sin piedad, con películas deslumbrantes en seis décadas distintas entre los años cincuenta y los 2000, filmó en el Reino Unido una de sus obras más desconocidas, turbias y sobrecogedoras. Con una esencia: los lobos saben reconocerse entre ellos. Aquí, un hombre en comisaría, acusado de secuestros y abusos sexuales a niñas, y uno de los policías encargados del caso. Más abstracto que nunca, Lumet plantea el relato como una concatenación de duetos interpretativos, de combates psicológicos y morales, entre el personaje del violento sargento de policía interpretado por Sean Connery, su propia esposa, el detenido y el comisario que lo interroga tras haber dado una paliza al borde de la muerte al sospechoso. Una pesadilla mental con música disonante, de tonos fotográficos lúgubres e incómoda ambigüedad, en un mundo de pervertidos y suicidas que huele a desolación: “Llevas escritas en la frente las marcas de tu alma”.
Hud: el más salvaje entre mil (1963), de Martin Ritt.
Hay vaqueros, un poblado de mala muerte, ranchos, influencia del paisaje e incluso se canta My Darling Clementine. Sin embargo, el guapo, liante y juerguista personaje principal lo que tiene es un Cadillac. Es el nuevo cine del Oeste, en el que combaten un viejo de principios clásicos, un hijo sin principio alguno, y un nieto que debe decidir cuál de los dos caminos tomar. Así, una epidemia de fiebre aftosa y el sacrificio de cientos de vacas ejerce de metáfora de un tiempo que se agota. Paul Newman atrapa las miradas, pero la película, ambientada en los años sesenta y marcada por una hermosa fotografía en blanco y negro del maestro James Wong Howe, es casi tan bella como su actor protagonista. Y un lema para los cínicos desesperanzados que ya no esperan nada, salvo sacar el mejor partido posible de los ratos que nos queden por aquí: “Nadie sale con vida de la vida”.
Los dinamiteros (1964), de Juan García Atienza.
Hartos de los desmanes de la mutualidad con sus jubilados, después de haber estado casi 50 años abonando cuotas, tres ancianos —interpretados por Pepe Isbert, el italiano Carlo Pisacane y la mexicana Sara García, los dos últimos, doblados— planean un inaudito atraco en la sucursal que les hace imposibles la vida y hasta la muerte. Jocosa, simpática y sorprendente, se la suele emparentar con Atraco a las tres, de José María Forqué, pero quizá el tono esté más cerca de El cochecito y El pisito, ambas de Ferreri, pues detrás de su aparente ternura cohabita una cierta crueldad muy crítica con la situación de la España del momento. García Atienza, director maldito de una película maldita, se refugió en la televisión tras el injusto fracaso de Los dinamiteros, y acabó siendo despedido de TVE por atreverse a reivindicar la cultura musulmana en pleno franquismo con uno de esos documentales.
Max y los chatarreros (1971), de Claude Sautet.
Contemporáneo de los autores de la Nouvelle vague, Sautet hizo un cine en las antípodas del vanguardista grupo de los cahiers du cinema: de narración compacta, distinguido gusto por el detalle, gran profundidad psicológica y honda emoción. Max y los chatarreros, un polar con su férreo estilo, enfrenta a una pandilla de ladronzuelos que apenas aspira a pasarlo en grande con pequeños chanchullos, y a un oscuro comisario que, golpeado en su orgullo, busca recomponerse vital y profesionalmente con un éxito policial. Con las habituales amargura y tristeza elegantes de sus mejores obras, el director francés dibuja su aura de derrota hasta con el humo de los cigarrillos. Y Romy Schneider y Michel Piccoli, su atractiva pareja fetiche de esta etapa de su carrera, dominan la pantalla desde la soledad, la vana ilusión, la melancolía y el quebranto.
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