Para qué tener un Rolex cuando puedes tener 10
El empresario Luis Medina defiende el derecho a hacer con su dinero lo que le venga en gana, olvidadizo de que no era su dinero
“Mi sueño cuando era un niño era tener el váter dentro de casa”. Eran palabras de ese héroe de la ficción llamado Don Draper. Lo echamos de menos. Respondía a un personaje clásico: el parvenu, el desclasado, el que trata de conquistar un mundo que no es el suyo desde la miseria. Dentro de las siete tramas básicas de la ficción que estableció el ensayista Christopher Booker, Draper se encuadraría en el capítulo De los harapos a la riqueza, en buena compañía con la Cenicienta, David Copperfield o el Ripley de Patricia Highsmith. Unas veces muestran con orgullo el camino recorrido hasta la victoria y, otras, ocultan celosamente su origen para no ser tachados de paletos o advenedizos. El cine se ha recreado en esa épica. Personajes que se pasan la película buscando la tierra prometida y casi siempre la encuentran, porque al espectador no le gusta que sus héroes o heroínas sean castigados después de tanto penar.
A menudo nuestros sueños están íntimamente ligados al dinero, no por codicia sino porque el sistema obliga. Los que nada tienen y salen descorchando el champán la mañana de la lotería de Navidad los expresan sin tapujos: pagar la hipoteca, comprar un piso a un hijo, saldar deudas. Son los sueños de la gente humilde. Cómo no van a soñar con un dinero que les permita respirar. Mi vida está marcada por la suerte. Fui la niña que llegó con el pan debajo del brazo, por tanto, había en mí un orgullo de criatura bendecida. Tocó el Gordo y con él un coche, un piso y un poco para repartir con la familia. La sabiduría popular advierte al que goza de un golpe de suerte de que algo hay que repartir para no despertar envidia.
Los sueños se transforman, como Rosalía. Cuando viniendo de la austeridad y el ahorro de tus padres subes dos escalones y te instalas en el territorio de la clase media acomodada, tus aspiraciones se acoplan a la nueva situación. ¿Para qué sirve el dinero? Para ir a un restaurante a celebrar, hacer algún viaje, consumir cultura, libros, cine, plataformas, teatro, dejarse llevar por los vaivenes de la moda, para tener una terraza en la que jugar a la jardinería, ayudar a los hijos a situarse, poder pagar las facturas con desahogo, prepararse una vejez sin incertidumbre. Ahí se acaba la lista. Como le leí a un enólogo sincero, no hay ninguna razón objetiva para que un buen vino cueste más de 40 euros. Más allá de esos lujos, todo es especulación y cuento chino.
¿Con qué sueñan aquellos que desde la cuna lo han tenido todo, los que no han dormido mal una noche por las deudas acuciantes, la falta de empleo o la amenaza de perderlo? Podríamos pensar que una vez cumplidas las necesidades básicas y satisfechos los caprichos, esos ricos por su casa se entregan a la filantropía. Los hubo y los hay, desde luego. Los museos dan cuenta de su generosidad. Y el tiempo hace que las malas artes en el agrandamiento de su fortuna queden sepultadas por el brillo que el Arte proporciona a sus nombres. No sé cuánto hay de placer, remordimiento o bondad en el propósito de compartir con la sociedad algo de lo que te fue dado, pero bien está. Hay otro tipo de rico en España, de señorito del pan pringao, país donde abunda un tipo de clase extractiva que no genera riqueza, que nos muestra otro modelo de soñador, aquel cuya única vocación es la de ganar dinero. ¿Para qué sirve el dinero en estos casos? Por lo que se ve, para satisfacer un deseo ilimitado de ostentación, que no deja de tener un componente pueril y hortera, porque se traduce en la acumulación de objetos de lujo, si vamos a Rolex, pues decenas de Rolex, igual que si vamos a ferraris, o a metros de eslora en un yate. El empresario Luis Medina defiende el derecho a hacer con su dinero lo que le venga en gana, olvidadizo de que no era su dinero, sino el que había afanado a muchos ciudadanos que hacían cuentas a diario para renovar la maldita mascarilla. Por fortuna, más allá del pijerío sin escrúpulos, en el feo período del confinamiento abundaron las personas generosas que prestaron esfuerzo, tiempo, salud o dinero para reducir la tragedia. Mientras, en otra galaxia, había tipos que seguían soñando a su bola. Ya lo decía Cary Grant, en Sospecha: “El secreto del éxito es empezar desde arriba”.
Babelia
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