La National Gallery celebra la armonía renacentista de Rafael
La exposición, retrasada por la pandemia, reúne más de 90 obras de museos de todo el mundo del genio de Urbino, contemporáneo de Leonardo y Miguel Ángel
Durante sus 37 años de vida, el “divino Rafael” debió estar convencido de que el centro del universo se repartía entre Urbino, Florencia, y sobre todo, Roma. “No tuvo otra experiencia que la del arte europeo, y con su descomunal obra acabó creando por sí solo el canon occidental de la belleza”, resume David Ekserdjian, profesor de Historia del Arte de la Universidad de Leicester y uno de los tres comisarios que han organizado en la National Gallery de Londres una de las exposiciones más esperadas de los últimos dos años: Raphael. The Credit Suisse Exhibition. Son más de 90 obras repartidas por ocho salas, procedentes algunas de los fondos de la pinacoteca británica, pero muchas otras prestadas por instituciones artísticas como el Museo del Prado de Madrid, la Galería de los Uffizi de Florencia, el Museo del Louvre de París o los Museos Vaticanos. Pintor, dibujante, escultor, arquitecto o arqueólogo. La trayectoria de Rafael fue fulgurante, casi de un modo estrictamente cronológico. Un artista que se empapó de las obras de su dos grandes coetáneos, Leonardo da Vinci y Miguel Ángel Buonarroti, y de otros maestros como Perugino, o su propio padre, Giovanni Santi.
“Queríamos presentar a Rafael como el centro de toda una empresa artística, más que fijarnos únicamente en su obra específica. Los dos Papas con los que se vincula, Julio II y León X, le dan la oportunidad de hacer cosas grandiosas que nunca imaginó que podía hacer”, cuenta Gabriele Finaldi, director de la National Gallery. “Se le consideraba un artista demasiado perfecto, en un momento en que ya no interesaba un arte tan armonioso. Pero en un mundo como el actual, atomizado y roto, Rafael ofrece una visión utópica que creíamos necesario volver a estudiar”, asegura.
Raffaello Santi (1483-1520) condensó en menos de cuatro décadas de vida la belleza acumulada en la etapa del Alto Renacimiento. Artista precoz, protegido por los nobles de su localidad natal, Urbino, llegó a presenciar durante cuatro años en Florencia la descomunal batalla de dos colosos como Leonardo y Miguel Ángel. Del primero aprendió la expresión íntima de los personajes y una composición perfecta de sus figuras; del segundo, arrancó vida a sus pinturas con el uso del claroscuro y un manierismo dinámico. Pero Rafael extrajo todas esas lecciones para crear una obra propia, humana, armónica y clásica. “Rafael otorga [a sus figuras] claridad sobrehumana y elegancia, en un universo de certidumbres euclidianas”, escribió en su día Michael Levey, el historiador británico del Arte y director durante más de una década de la National Gallery. Euclides se agacha en el suelo para explicar a los alumnos que le rodean nociones de matemática y geometría. Está en la esquina inferior derecha de ese fresco monumental, conocido universalmente, llamado La Escuela de Atenas. Es una de las obras que el Papa Julio II encargó al joven artista para decorar sus estancias en el Vaticano, y que acabaron siendo conocidas para siempre como las “estancias de Rafael”. La exposición reproduce el fresco a escala prácticamente real, con una fotografía digital precisa, en una de sus salas. Era necesario contemplar esa magna escena, inspirada en parte por los trabajos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, para comprender del todo la trayectoria de un artista capaz de la miniatura más delicada y de una escala casi sobrehumana en algunas de sus obras.
Parte esencial de la exposición son los dibujos del autor. “En aquella época, los dibujos eran un medio para un fin, algo instrumental. No estaban considerados como arte. Para nosotros, sin embargo, se han convertido en piezas de enorme relevancia, que nos sirven para entender el trabajo del artista y nos ofrecen una intimidad imprescindible”, explica Ekserdjian.
Rafael supo ofrecer a sus colaboradores y alumnos, así como a otros artistas con los que competía, una generosidad y paciencia que hicieron de él una figura reverenciada. Fueron cientos los que fueron a rendirle homenaje durante su funeral, en el Panteón de Roma. “Aquí descansa Rafael, por quien la Naturaleza, madre de todas las cosas, temió ser vencida y morir con su muerte”, reza el epitafio de su tumba. Su principal biógrafo, Giorgio Vasari, atribuyó su precoz muerte a una noche fogosa de excesos amorosos. Con el tiempo, la realidad parece sugerir que fue una enfermedad venérea como la sífilis la que acabó con el “genio de Urbino”. En la última sala de la exposición, entre los retratos de encargo o por amistad que realizó un artista volcado sobre todo en las grandes obras comendadas por la Iglesia o los nobles, se encuentra La Fornarina, el desnudo de una joven que Rafael guardaba en su propia casa, y que algunos expertos creen que se trata de Margherita Luti, la hija de un panadero del barrio romano de Trastevere, y una de las amantes del pintor.
La exposición ha logrado reunir varias de las madonnas de Rafael dispersadas por museos de todo el mundo, que en realidad son Sagradas Familias. La virgen y el niño, el motivo con el que el artista alcanzó una belleza de composición, un equilibrio estético y una intimidad y ternura que se transformaron en el modelo a seguir por artistas posteriores. La Virgen de la Rosa, procedente del Museo del Prado, se enfrenta desde el otro extremo de la sala con la Madonna de Alba de la colección permanente de la National Gallery.
Hay un momento sobrecogedor en el recorrido de la exposición, y no es otro que encontrarse frente a frente con el retrato de Julio II. Sentado en una silla, en vez de en un trono papal, el rostro cansado y con gesto humilde del Pontífice contrasta con la acostumbrada majestuosidad que solía expresarse en este tipo de retratos. La fragilidad del personaje fue precursora y modelo de la obra de posteriores artistas.
Rafael, consciente de su propia dimensión artística. La exposición tiene al menos cuatro de los autorretratos del pintor a lo largo de su vida. Desde el dibujo a carboncillo de un niño de apenas quince años con ojos luminosos y curiosos, al pintor con su principal ayudante, Giulio Romano, cuando ya apenas le quedaban unos meses de vida. Una relación íntima, pero jerárquica, en la que Rafael parece dirigir con su brazo el de su ayudante.
Los tapices para la Capilla Sixtina que, por encargo de León X, también se atrevió a diseñar Rafael, muestran la versatilidad de un artista del que la National Gallery ha sabido recuperar, dos años después del 500 aniversario de su fallecimiento (la pandemia retrasó la inauguración de la exposición), su inmensa contribución al modo en que Occidente entendió la belleza durante los siglos posteriores.
Babelia
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