Tentaciones de un turista en el palacio del duque de Alba
Una visita a Liria con motivo de la reedición de ‘Aguirre, el magnífico’, de Manuel Vicent, obra maestra del humor aristocrático
“Todas las familias ricas se parecen, las pobres lo son cada una a su manera”. La primera tentación cuando se entra en el Palacio de Liria, en la calle Princesa de Madrid, es traducir libremente la primera frase de Ana Karenina. La segunda es buscarle sentido a otra sentencia célebre, esta de Walter Benjamin: “No hay documento de cultura que no lo sea también de barbarie”. Todo es tan pulcro en esos 3.500 metros cuadrados que, dada la imposibilidad de levantar las alfombras, es difícil encontrar rastros de leyenda negra en las habitaciones que se muestran al público. Ni siquiera los cuadros que consagran las cruentas luchas de Fernando Álvarez de Toledo ―el célebre Gran Duque― contra los protestantes enemigos de Felipe II transmiten el pánico que durante siglos produjo su recuerdo entre los holandeses.
La tercera tentación es imaginar la audioguía sin adjetivos, que le dicen al visitante no solo qué pensar de los personajes retratados por Tiziano o Rubens, sino también qué emociones sentir ante ellos. “Todo el mundo opina, nadie describe”, decía Josep Pla. Otra cita. Puede que la historia con adjetivos sea, en el fondo, eso que llamamos política. O propaganda.
La última tentación es buscar en la tienda del jardín el libro sobre el palacio o la biografía del mentado Gran Duque escrita por William S. Maltby. Los ha editado Atalanta, el sello de Jacobo Siruela, miembro de la familia, pero no están. Tampoco está, y no se le espera, uno de los más divertidos de la literatura española reciente: Aguirre, el magnífico, de Manuel Vicent. Dedicado a uno de los penúltimos inquilinos de la planta privada ―Jesús Aguirre, exsacerdote, exeditor de Taurus y segundo marido de la carismática Cayetana―, se publicó originalmente en 2011 y Alfaguara lo reedita la semana que viene. Por supuesto, no gustó a la duquesa.
Vicent, que recuerda que lo más complicado de la vida del Magnífico en Liria fue “encontrar los interruptores”, recoge también anécdotas como la que relata que la rivalidad entre la otra Cayetana, la pintada por Goya, y María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, llego a tal punto que, para ridiculizar a Su Majestad, la más grande de España llegó a vestir a sus sirvientas con copias de un vestido que la reina había encargado discretamente a París. El libro está lleno de grandes momentos, pero el más hilarante es la visita palaciega del autor a su personaje en compañía de Juan García Hortelano. Ambos escritores compiten en esnobismo con el viejo amigo. Manuel Vicent renuncia a las cartas autógrafas de Colón o al testamento de Fernando El Católico, que se custodian en la biblioteca, para ver “el fondo de armario” (traje de Juan Carlos I incluido). Hortelano dobla la apuesta: “Lo que más envidio es que tiene en el jardín un surtidor propio de gasolina gratis que le ha instalado Campsa. Eso es mejor que un velázquez”. El surtidor ya no está ―al menos a la vista―, pero la infanta Margarita, la niña de Las meninas, sigue, maravillosa, allí.
Babelia
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