La última vuelta en el camino de Jack Kerouac
El escritor ‘beat’, nacido hace un siglo, vivió al final de sus días recluido en una casa de Florida y fugitivo de su propia leyenda. En la celebración de su centenario, su influencia aún perdura en Estados Unidos
Aquel día de 1969, Jack Kerouac recibió la visita de un periodista del diario local de St. Petersburg. El escritor lo esperaba en una casa sin atributos, mientras veía en televisión a Walter Cronkite dar las noticias de la tarde con el volumen quitado, y en el estéreo atronaba el Mesías de Haendel. Fumaba Camel, bebía whisky de un tarro de pastillas y cerveza Falstaff de una lata de medio litro. El legendario beatnik tenía 47 años y hacía tres que se había mudado por segunda vez con su madre y con Stella, su tercera esposa, a Florida. Llegó huyendo de las plegarias atendidas de la fama: la publicación en 1957 de En el camino lo había convertido en un ídolo generacional a su pesar. Le dijo al reportero: “Me alegro de verle. Me siento muy solo aquí”. También se quejó de su salud y de sus finanzas. Pocas semanas después murió en un hospital de la ciudad de una hemorragia abdominal, provocada por décadas de alcoholismo.
Kerouac habría cumplido este sábado 100 años. Nació en Lowell (Massachussets) el 12 de marzo de 1922, “a las cinco de una tarde de envolvente rojo para la cena”, como escribió en Doctor Sax, libro en el que plasmó su recuerdos de infancia en la ciudad industrial a orillas del río Merrimack. Esa novela, como el resto de su obra, es también un monumento a su prodigiosa memoria.
El niño, un hijo de inmigrantes franco canadienses que no aprendió inglés hasta los seis años y conservó el acento delator hasta los 20, alcanzó la gloria literaria dando tumbos por la “vasta noche de América”, pero acabó escribiendo una cuarta parte de su docena de novelas bajo los cielos despejados del Estado de Florida. Vivió primero en Orlando, en los años cincuenta, en una casa que ahora sirve de residencia para escritores, y después, en St. Petersburg. Allí acabó por un empeño de la madre, que confiaba en que a su anciana salud le sentaría bien el clima de la llamada Ciudad del sol, tan benigno que Kerouac sacaba a veces un colchón para dormir al raso en el jardín. Quizá buscaba volver a sentirse por una noche como un desconocido vagabundo.
La casa, que estuvo cerrada entre 1990 y 2020, es propiedad del matrimonio formado por el profesor de literatura retirado Ken Burchenwall y su esposa Gina, pareja de aficionados a Kerouac. La compraron hace dos años por 360.000 dólares (casi 330.000 euros). Este sábado abrirán sus puertas para acoger un apretado programa de actividades gratuitas en conmemoración del centenario, que incluye proyecciones de películas beatnik, lecturas de poemas y música folk en directo.
Los actos los organiza la asociación The Friends of Jack Kerouac, cuyo presidente, el artista James E. Hartzell, explicó el viernes que nacieron con la misión de “salvar la casa de su derrumbe”. Durante años se dedicaron a tareas de mantenimiento como arreglar ventanas rotas o mantener el césped a raya, y ahora, tras asegurarse de que la propiedad ha quedado en buenas manos, se dedican a “servir a la comunidad literaria de St. Petersburg organizando actividades” y reivindicando el papel de la ciudad en la historia del novelista, pese a que la final no fue su época más brillante. “En St. Pete [diminutivo empleado por sus vecinos para referirse a la ciudad] escribió Satori en París y su último libro, Pic”, recordó Hartzell.
A las siete de la tarde, la fiesta seguirá en el bar Flamingo, donde aún espera tras la barra el septuagenario Dale Nichols, que conoció al novelista en 1967. Nichols era entonces un muchacho que acababa de volver a Florida de la guerra de Vietnam y solía encontrarse a Kerouac por las mañanas leyendo el periódico, haciendo tiempo hasta que él llegara para abrir el bar. “Yo no sabía que era un escritor famoso hasta que murió”, recordó el viernes en una conversación telefónica con el bullicio del Flamingo de fondo. “Era un tipo agradable al que le encantaba jugar al billar. Dicen que tenía mala copa, pero yo nunca vi eso, y, créame, nos emborrachamos muchas veces juntos. También dicen que sobre todo le gustaba el scotch, pero en realidad no le hacía ascos a nada. En aquella época yo no tenía permiso para vender licores, así que le pegábamos al vino, la cerveza y la hierba”. Medio siglo después, ya con plena licencia, Nichols sirve un brebaje llamado Kerouac Special, mezcla de cerveza y whisky, que es una de las atracciones de la carta (en parte porque se vende a 2,50 dólares, un precio más propio de los sesenta que de la actual América inflacionaria).
Otra de las costumbres de Kerouac en St. Pete era visitar la librería Haslam’s para velar, al parecer, por la ventajosa colocación de sus títulos. Hasta su cierre temporal con aire definitivo al principio de la pandemia, presumía de ser “la mayor librería de Florida” y hasta tiene su propia historia de fantasmas: una leyenda urbana dice que el espectro Jack aún se pasea por allí.
En Lowell, donde el autor nació y donde está enterrado bajo una lápida renovada en 2014 que reza que “la carretera es la vida”, también tienen previsto señalar la efeméride. Han programado paseos guiados por lugares emblemáticos, discusiones de académicos y más poesía. Incluso se han traído el rollo de 36 metros en el que mecanografió En el camino, que no, no tardó en terminar tres febriles semanas, pese a lo que afirma la leyenda. El contenido de ese desahogo permaneció inédito para los lectores hasta 2009.
A Lowell ha viajado el escritor y editor canario Dani Ortiz como parte del final de su “búsqueda personal”, que ha plasmado en el libro, recién publicado, Cazadores de beatniks. En él, recoge sus peregrinaciones por el mundo (de San Francisco a Tánger; de México a la India) en busca de las huellas de la generación que en la posguerra hizo saltar por los aires la literatura estadounidense y también las costumbres a base de jazz, drogas y un poco de misticismo. Ortiz publicó a principios de la pasada década algunas de las novelas menos conocidas de Kerouac (como Doctor Sax) en su pequeña editorial, llamada Escalera, que ha resucitado años después para sacar su nuevo libro. Cuenta que Lowell vive “un poco de espaldas” a la leyenda de su vecino (“están pensando, eso sí, en habilitar una iglesia como museo”). “Dejémoslo en que estos días”, añade, “es muy fácil distinguir a quienes han ido allá a celebrar el centenario”.
Tampoco se puede decir que Estados Unidos se haya volcado con el aniversario, aunque la prensa haya preparado artículos más o menos originales y en las librerías de una ciudad como Washington no faltaran estos días ejemplares de sus novelas más recordadas (y no se puede decir lo mismo de muchos de sus coetáneos). Pero esto no es Europa: festejar las efemérides de los escritores depende más de la devoción de sus lectores que de las instituciones públicas. También cuenta el hecho de que la reputación de la obra de Kerouac se haya visto sometida en los últimos años a revisión desde ámbitos como el feminismo, críticos con su figura. Sobre todo, se examina En el camino, la historia de una amistad fascinada entre dos hombres (el propio Kerouac y el carismático Neal Cassady) que van en busca de la libertad de costa a costa, sin reparar demasiado en nada que no sea ellos mismos. “Es verdad que hay personajes de mujer, pero no puede decirse que se vean representados como seres humanos, y afirmar que Kerouac es poco elegante con los asuntos raciales es ser generoso”, escribió en The New Yorker la periodista Amanda Petrusich (en un artículo titulado “Un amor ligeramente embarazoso” en el que acababa declarándose fan pese a todo).
La dibujante de cómics estadounidense Alison Bechdel, que da nombre al Test Bechdel ―un cuestionario nacido en una tira de su serie Unas lesbianas de cuidado, que aspira a medir la representación femenina en los productos culturales― explicó esta semana en un correo electrónico que ella no pudo terminar ese título mítico. “Sencillamente, no veía el sentido a estar durante tantas páginas metida en la mente de un hombre así; acabé lanzándolo contra la pared”. En su última novela gráfica, El secreto de la fuerza sobrehumana, Bechdel confiesa, sin embargo, su pasión por Los vagabundos del dharma, que sitúa en la lista de sus “diez libros favoritos”. Esa novela cuenta otra amistad fascinada, esta vez por el poeta Gary Snyder, que introdujo a Kerouac en el montañismo y en las filosofías orientales. Snyder, de 91 años, es, tras la muerte en 2021 a los 101 del editor y poeta Lawrence Ferlinghetti, el último de los beats. Vive en el norte de California, en una casa en Sierra Nevada, sin apenas contacto más allá de su círculo íntimo.
Los sentimientos encontrados de Petrusich y Bechdel tal vez sean la prueba definitiva de que hay un Kerouac más allá de sus tópicos. ¿Y hay también un Kerouac, autor de una de las novelas de iniciación más influyentes del siglo XX, la clase de novela que conviene leer antes de que sea demasiado tarde, que resulte relevante para los jóvenes de hoy? Jonathan Thaw tiene 30 años y cree que sí. Es diseñador de webs y mantiene por amor al arte una sofisticada página llamada Friends of Kerouac, sobre los personajes reales que inspiraron sus ficciones. “Sus libros son importantes para cualquiera que sienta la emoción de viajar, la vibración de sentirse perdido, la pulsión de la aventura”, explicó esta semana desde Turquía Thaw, que piensa pasar el centenario en la siguiente parada de su periplo, en Budapest. “Puede sonar estúpido, pero a mí Kerouac me ha enseñado a atreverme a ser valiente”.
“Se ha convertido en un lugar común decir que su obra ha envejecido mal”, considera Ortiz, “pero lo que en mi opinión ha envejecido peor es esa leyenda de excesos que emborrona sus logros artísticos y el hecho de que fuera un hombre extraordinariamente leído, no solo alguien que se drogaba y bebía sin parar. Para cualquier joven despierto, capaz de mirar más allá de la pantalla de su móvil, seguirá siendo un autor importante, y creo que su influencia está especialmente viva en Latinoamérica, gracias a figuras que han servido de médium, como Roberto Bolaño”. Harztell, por su parte, aclara que ve “muchos jóvenes” en las actividades que organiza su asociación en St. Petersburg. También dice que en el buzón de la casa sin nombre en el que aquel día de 1969 Kerouac recibió la visita de un reportero aún llegan regularmente cartas de lectores a los que su literatura les “cambió la vida”.
Pasión por los 'beats'
Que la base de lectores de Jack Kerouac continúa renovándose en español lo confirma Silvia Sesé, editora de Anagrama. Sesé explica que su libro más emblemático (que tradujeron en 1986 como En el camino y luego, en su última versión, la del rollo mecanografiado de 2009, como En la carretera) es lo que en la jerga se considera un long-seller (por sus sostenidas cifras de venta).
Pero su apuesta no solo es cosa del pasado. “Hemos contratado además otros títulos que no teníamos: Big Sur, Tristessa y Maggie Cassidy, y en septiembre inauguramos una Biblioteca Kerouac”, añade la editora. Hasta ahora, Anagrama había mantenido en su catálogo las novelas más famosas (y legibles): además de En el camino, Los vagabundos del dharma, Los subterráneos y La vanidad de los Duluoz. También cuentan con una selección de su correspondencia con otro gigante de la generación beat, Allen Ginsberg.
Más allá de los títulos ya conocidos, el mundo editorial en español también ha mostrado en los últimos años un renovado interés por los beatniks. Gary Snyder está siendo más traducido que nunca, lo mismo que Lawrence Ferlinghetti. También han visto al fin la luz las contribuciones de las grandes poetas del movimiento, en antologías como Beat Attitude, que vienen a desmentir que aquella revolución fue un asunto solo de hombres.
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