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Quemar Después de Leer
Columna
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Reivindicar a la hija maldita de Jack Kerouac

Jan Kerouac siguió los pasos de su padre: quemó la carretera, escribió, y murió, como él, antes de cumplir los 50. El por qué su figura y su obra sigue oculta, como se ocultaron durante años las de las escritoras 'beat', es hoy más que nunca un misterio

Laura Fernández
Jan Kerouac, fotografiada por su hermano, en Eugene, en 1983.
Jan Kerouac, fotografiada por su hermano, en Eugene, en 1983.

Cuando Jack Kerouc murió de una fulminante cirrosis a los 47 años, se lo dejó todo a la que había sido la mujer de su vida: su madre, Gabrielle. Corría el año 1969 y su única hija, Jan, estaba en el instituto. Había nacido en 1952, es decir, tenía 17 años cuando el que había sido su padre, un padre beligerantemente ausente, murió. Se habían visto, padre e hija, en tan solo dos ocasiones. En una de ellas, un juez había dictaminado que las pruebas de paternidad confirmaban que aquel tipo, el escritor beat, era su padre. Eso había sido en 1960. Jan tenía ocho años. Vivía con su madre, Joan, que, a sabiendas de que su hija no podía ser otra cosa que hija de Jack Kerouac —lo suyo no era cosa de una noche, Joan había sido la segunda mujer del escritor—, no dejó de batallar hasta que consiguió que Jack se prestase a aquellas pruebas. Pese a que el resultado fue positivo, Kerouac siguió fingiendo que la niña no existía. Para ella no fue tan sencillo.

Como escribió la poeta beat Ruth Weiss, amante, en una época, del escritor, en el epatante poema Postal 1995, Jan heredó la cara de su padre (he aquí el par de versos: “JACK KEROUAC está en todas partes / su hija JAN KEROUAC viste su cara”, a los que siguen otro par en los que echa en cara al escritor que no hiciera frente a su paternidad: “y lo que enfrentó / y lo que no hizo”), así que no le fue tan sencillo fingir que nada estaba pasando cuando los fotógrafos se apostaban a las puertas de su casa con la intención de comprobarlo, y evidenciar ante el mundo hasta dónde podía llegar la crueldad del adalid de aquella egoísta y egocéntrica generación de escritores que no hacían otra cosa que huir de todo y de todos. De hecho, cuando Jack dejó a Joan, Joan ya estaba embarazada. Le pidió que abortara. Ella se negó. Habían pasado ocho meses juntos. Se habían casado a las dos semanas de conocerse. Lo cuenta Brenda Knight en el imprescindible Women of the Beat Generation (1996).

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En Women of the Beat Generation, Knight realiza una estimulante y necesaria labor arqueológica y restituye el universo de mujeres en el que se gestó y por el que también transitó la generación beat, tan aparentemente a salvo de lo femenino que, a día de hoy, sigue siendo un milagro dar con alguna de las obras de las que siguieron los pasos de Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William S. Burroughs —por siempre, y pese a las más que suculentas aportaciones de todo tipo de otros autores y autoras, suerte de Santa Trinidad del movimiento— en una librería, no importa el lugar del mundo en el que te encuentres. Intenta dar con un libro de poemas de Hettie Jones o Diane Di Prima o Elise Cowen en Nueva York o San Francisco. Con suerte, te señalarán el ejemplar de Women of the Beat Generation que me señaló a mí la dependienta de Unamable Books, en Brooklyn, y te dirá: “Ahí deben de estar todas”.

¿Lo están? Es lo más probable. Ni siquiera olvidan a Jan Kerouac, la malograda Janet Michelle, que murió en 1996, a los 44 años, un día después de que le extirparan el bazo. Como su padre, Jan —durante una época, adicta a la heroína— había tenido complicaciones renales —llevaba cinco años en diálisis—, y su desubicada existencia, siempre en la carretera, siguiendo el único rastro que podía seguir, el del venerado padre fantasma, no le había ayudado a estabilizarlas. Había publicado dos libros, y había acabado un tercero, que también se publicó, al poco de su muerte. Todos eran intentos de explicarle a su padre lo que estaba haciendo con su vida. El primero, el único que se publicó en español, lo publicó Argos Vergara en 1992, 11 años después de editarse en Estados Unidos. Se tituló, a su pesar, Baby Driver, aquí, Una chica en la carretera. Y lo acompañaron fotos de ella ante coches abrazando, como su padre, gatos.

“Odio el título, es un título horrible”, le dijo un día al escritor Ernest Hebert. Compartían una canoa, en algún lugar de Maine. Hebert, que años más tarde publicaría la crónica de aquella conversación en canoa en el New York Times, le preguntó por qué. “No es mío, el editor lo eligió”, dijo. Ella quería titularla Everthreads. Su madre había sido costurera, le dijo, y a ella le encantaba crear nuevas palabras partiendo de las que ya existían, como la intraducible everthreads. “Tenía potencial, un potencial enorme, pero necesitaba a alguien que le mostrase el camino”, concluyó Hebert en su artículo. “Mi padre me dio permiso para usar su apellidosi alguna vez publicaba algo. La segunda vez que lo vi. Yo tenía 15 años. Fui con mi novio a Lowell. Alguien nos había dicho que estaba allí. No estuvimos mucho rato. Su madre se enfadó. Yo estaba embarazada. Perdí al bebé en México. He tenido cinco abortos desde entonces”, le contó a Hebert en aquella canoa.

El año 1982, al poco de llegar a librerías Una chica en la carretera, el periódico local de Boulder, pueblo del que era vecina, el minúsculo Boulder Daily Camera, publicó una de las pocas entrevistas con ella que existen. Pese a la limitación de espacio —no debió ocupar más de una página—, el periodista se las ingenia para hilar un texto que constituye a la vez un retrato de la escritora en ciernes y del padre nunca presente. “La única hija que tuvo mi padre fue su literatura”, le dice Jan al periodista en un momento determinado. También, que si escribió Una chica en la carretera fue para “exorcizar” su pasado, y que, cuando creaba personajes, ella era siempre su madre, y él, Neal Cassady, su también muso. “Soy tan como él. Dice mi madre que hasta tengo sus gestos”, dice. Se ponía celosa cuando pensaba en la de gente que amaba lo que había hecho su padre. Hablaba de su mala vida – las drogas, el flirteo con la prostitución, la pobreza absoluta – y de su reinserción.

“Escribir no es lo único que hago. También bailo y actúo, y me encanta la jardinería”, le cuenta al periodista. Dice que quiere construirse una casa en Boulder y quizá, abrir una panadería. Lo que hizo fue escribir otros dos libros. El último se publicó después de su muerte, en 1996. Durante todo ese tiempo siguió luchando por que se la reconociera como heredera. Cuando por fin lo consiguió, en 2009, llevaba 13 años muerta. Su figura, sin embargo, sigue hoy misteriosamente fuera de plano, como la de todas las mujeres beat de las que habla Brenda Knight. Se hizo un tímido intento por restaurarlas, primero en 2008, cuando Libros del Asteroide publicó Personajes secundarios, de Joyce Johnson, autobiografía coral de la época de una de las novias de Kerouac, publicada no casualmente en 1983 —dos años después de que Jan se estrenase como escritora—, y luego en 2015 cuando Bartleby publicó Beat Attitude, una antología de mujeres poetas beats comandada por Annalisa Marí Pegrum. Pero nunca se pensó en ella.

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Sobre la firma

Laura Fernández
Laura Fernández es escritora. Su última novela, 'La señora Potter no es exactamente Santa Claus' (Random House), mereció, entre otros, el Ojo Crítico de Narrativa y el Premio Finestres 2021. Es también periodista y crítica literaria y musical, y una apasionada entrevistadora de escritores y analista de series de televisión.

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