Siempre pagan los inocentes
No se me incomoden, pero la evidencia es que los responsables de las guerras son hombres. Y la imagen de una madre que calma el llanto de sus hijos en un refugio improvisado es el retrato tozudo de todas las guerras
Qué fácil es presagiar acontecimientos a toro pasado. Qué arrogancia la de aquel que calificado como experto afirma que todo se veía venir. Hay situaciones en las que podemos tolerar la vanidad, pero cuando se trata de una guerra es mejor contenerla, aunque solo sea porque hay una población civil a la que por sistema un ataque pilla por sorpresa. Un personaje de Las buenas intenciones de Max Aub le dice a otro en julio de 1936, “Hombre, no, ¿guerra? Imposible, ¡en pleno siglo XX!”. Cuántas veces habría escuchado el joven Aub esa negación en vísperas de la Guerra Civil española en las calles de Madrid. Hay otra novela suya, La calle de Valverde, que nos provoca una profunda conmoción porque, escrita en 1959 desde el exilio mexicano, retrata la vida de un abanico de personajes en tiempos primorriveristas, que se cruzan, charlan sin parar en las tertulias de los cafés, tienen sueños, esperanzas, abrazan ideologías emergentes, viven amores y desengaños, responden a la incipiente modernidad de 1930 y andan agitados por un mundo nuevo, esclarecedor, que se sitúa a las puertas de la sacudida que lo cambió todo.
La novela finaliza antes de la guerra, antes de que los personajes puedan imaginar que esa Gran Vía, tan guapa, que se acaba de estrenar, en la que pasean ciudadanos que se preguntan a sí mismos si les gusta o no, sea bombardeada y haya que cruzarla jugándose la vida. El porqué decidió Max Aub zanjar el relato de la vida de sus personajes justo ahí solo tiene un sentido: narrar la cotidianidad de la gente antes de la destrucción; mostrarnos el día a día que se impone en nuestra existencia, ese mecanismo de defensa ante el pesimismo paralizador; observar cómo somos capaces de negar la realidad inminente y gracias a esa bendita ceguera levantarnos por las mañanas, concentrarnos en el trabajo, en la crianza de nuestros hijos, en regar las plantas de la terraza. Algo no funciona en la ficción española para que La calle Valverde, escrita por alguien que tanto sabía de guiones cinematográficos, rica en diálogos, en humor y descripciones breves, pero muy efectivas, jamás haya sido llevada al cine.
Mientras algunos expertos hablan de lo que era sin duda predecible, dado el creciente desvarío mental y el aislamiento social de Putin, el déspota, la población ucrania seguía con sus rutinas sanadoras, aunque siempre existiera la inquietud de un conflicto. Nadie está entrenado para abandonar su casa de un día para otro, nadie sabe lo que es dormir en una estación de metro hasta que no se ve obligado a hacerlo, ni a buscar un refugio en el otro lado del país o de la frontera. La vida se impone de tal manera, y hace bien en imponerse, que lo único que se tiene colgado en el imán de la nevera es el horario de los extraescolares de los hijos o los nietos. Cuando en estos días leo o escucho, en esas irritantes sentencias que se cuelgan en las redes, la denuncia de una humanidad que no aprende, pienso de qué humanidad están hablando, ¿qué culpa tiene esa humanidad, si es que se puede hablar en abstracto, de que un sátrapa, imbuido de delirantes razones históricas, decida destruir los cimientos de la vida de los inocentes? Cuando hablamos de la humanidad, a qué nos referimos: ¿a una abuela de Kiev, de Mariupol, de Kharkiv? ¿Por qué deberían saber ellas de estrategias geopolíticas si el único derecho que les debería asistir es vivir en paz? ¿Nos referimos cuando de la humanidad insensata hablamos a un niño que de pronto ve sacudida su rutina escolar para esconderse muerto de miedo en un sótano que hace las veces de refugio antiaéreo? ¿Pensamos en la madre que a punto está de parir, en el padre que vive el primer bombardeo desde una fábrica?
Siempre pagan los inocentes, que si resisten la dureza de la vida es porque albergan humildes esperanzas. Lo que no cambia ni entonces ni ahora es lo que hace el poder absoluto con individuos mediocres, que proyectan su personalidad testosterónica sobre la población sometida, muerta de miedo como para expresar alguna repulsa. Y sí, señores, no se me incomoden, pero la evidencia es que los responsables de las guerras son hombres. Y la imagen de una madre que calma el llanto de sus hijos en un refugio improvisado es el retrato tozudo de todas las guerras. Hay que tener poca humanidad para acusar a esa humanidad de algo.
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