Deborah Levy reivindica la libertad y los sueños de las mujeres maduras en ‘Una casa propia’
La escritora sudafricana cierra su ‘Autobiografía en construcción’, la celebrada trilogía en la que mezcla memorias y ensayo feminista
En Una casa propia, la tercera entrega de su Autobiografía en construcción, la escritora y dramaturga Deborah Levy (Johanesburgo, 61 años) incluye en el inventario de sus posesiones tres caballitos de madera de Afganistán: “De algún modo simbolizan para mí la libertad y también la belleza; cada una de aquellas bestias talladas tenía su particular actitud desafiante”. Esas mismas piezas, que compró cuando trabajaba escribiendo teatro para la Royal Shakespeare Company, sus hijas eran pequeñas y la idea de hacer unas memorias aún resultaba remota, asoman en los alféizares de las ventanas del salón londinense desde donde se conecta telemáticamente esta autora, cuya serie de libros autobiográficos la ha acercado a un nuevo público y la ha convertido en un singular icono feminista.
La belleza, la libertad y la actitud desafiante que percibe en esos caballos de madera son temas que recorren estos libros, incluido el más reciente, con el que da por cerrada la serie. En Una casa propia (Literatura Random House) ella está a punto de cumplir los 60 años y su hija pequeña, lista para ir a la universidad. Levy empieza así a imaginar la propiedad perfecta donde le gustaría retirarse, y ese es el hilo el que hilvana reflexiones, casi como en una conversación, sobre el papel de los personajes femeninos en novelas escritas por hombres o el poder que unos llamativos zapatos verdes pueden otorgar a quien los calza, la pasión por dormir en sábanas de seda color cúrcuma, el placer de nadar en el mar, los encuentros con amigos o los viajes de París a Nueva York pasando por Bombay o la isla griega de Hidra que han llenado y llenan su vida. “Me parece importante meter el mundo en mi escritura. Estos libros son una autobiografía vivida, no un recuento cronológico. La narradora se adentra en el exterior”, explica. Ese personaje, a Levy le gusta decir, es ella y no lo es. “Ese yo del libro quiere entablar una charla íntima con los lectores, no trata de mostrarles qué es lo correcto, sino de preguntarse cuál es el significado de la vida y de vivir. Por eso, la autobiografía está llena de gente, de puntos de vista, de paisajes e idiomas distintos”.
Entre esa gente a la que concita están sus hijas y amigos que van y vienen en estas páginas, con frecuencia sin nombre propio. “La escritura siempre consiste en revelar y en esconder porque eso ayuda a las emociones”, expone. “Las relaciones humanas son muy importantes no solo a la hora de relatar una vida, sino siempre, todo el tiempo, en el momento en que esa existencia está siendo vivida. La narradora es porosa, no es alguien cargado de ideas fijas, sino que trata de encontrar el valor de la vida en momentos difíciles y apuesta por un relato nuevo que la ayude a pensar. Ella pasea por sus pensamientos a los 40, a los 50 y ahora a los 60, un periodo de la vida de las mujeres que, por otro lado, está prácticamente indocumentado”.
La ausencia de personajes femeninos con vidas propias plenas es algo sobre lo que Levy se pregunta en Una casa propia, también sobre el papel secundario que han jugado mayormente las escritoras. “Me interesa este asunto de cómo las mujeres han quedado borradas a fuerza de atender las necesidades de todo el mundo. El patriarcado es como la mansión principal y nosotras los inquilinos que con cada libro hacemos un pequeño agujero”, sonríe, y remata recordando que Sigmund Freud dijo que después de 30 años como terapeuta aún no lograba comprender qué querían las mujeres. “Él y muchos otros no lo saben, porque no les preguntan a ellas. No trato de dar consejos, sino de plantear la pregunta de cómo podemos construir una vida y narrarla de otra manera, algo que nos resulte más cómodo, más cercano”.
Entre las muchas escritoras y escritores con quienes Levy dialoga, Simone de Beauvoir ocupa un lugar especial. “Fue mi musa, pero yo claramente no sería la suya. Me casé y tuve hijos y siempre me ha interesado mucho la casa, el hogar, eso que ella llamaba una vida en miniatura: las dos compramos un billete para subirnos al tren de la libertad, pero nos bajamos en estaciones distintas”, argumenta. Y añade: “Yo admiro la capacidad de crear hogar, algo de lo que muchos se han burlado. Hacer hogar es ser arquitecto de felicidad, pero entiendo que la casa es un espacio de contradicción para las mujeres, porque muchas han quedado atrapadas allí, así que respeto a quien piensa de otra manera. Mira, lo cierto es que nadie sabe qué pinta tiene la libertad hasta que la experimenta”.
Dice Levy que a los 13 años ya sabía que quería ser escritora y miraba esas revistas literarias de su madre en las que no escribían mujeres. Estaban Muriel Spark e Iris Murdoch, pero no eran ellas quienes dirigían la conversación y, sin embargo, afirma Levy, forman parte de su “patrimonio inmobiliario”. La autora defiende el derecho de las mujeres a ser arrogantes y asumir una posición de poder, pero también comprende que a veces es difícil aceptar ese lugar. “La sociedad se ha concentrado en el cuerpo de las mujeres, pero su mente es muy, muy valiosa”. Muchos critican hoy la firme definición binaria del género, ¿qué opina? “Cuanto menos binario sea todo, mejor. Es una cuestión de lenguaje, básicamente”, responde escueta.
La casa ideal, para Levy, debe estar cerca del mar; aún sigue buscándola. “Quizá cuando la encuentre escriba un nuevo libro de esta serie, pero mientras tanto he vuelto a trabajar en una novela con una mujer protagonista en Londres, París y Viena. Es fantástico volver a la ficción”, suspira. Se despide, la hogareña feminista, anunciando que el pan de soda irlandés que dejó en el horno ya está listo.
Babelia
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