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Universos Paralelos
Columna
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Cuando David Bowie descubrió América

Hace 50 años, el artista visitó Estados Unidos por vez primera en un viaje que cambiaría su música

Diego A. Manrique
David Bowie
David Bowie, en enero de 1971, en una fiesta en la casa del promotor musical Rodney Bingenheimer, en Los Ángeles, California.Michael Ochs Archives

En 1971, David Robert Jones, conocido como David Bowie, tomó un avión para visitar por primera vez Estados Unidos. Una ocasión trepidante para un hijo de la posguerra que había crecido asimilando la cultura popular estadounidense. Era esencialmente un viaje de exploración, camuflado como una gira para promocionar su álbum The Man Who Sold The World en la que –cuestiones de visado- le estaba prohibido actuar. Aun así, se llevó una guitarra acústica y mucha ropa. Hoy nos asombra saber que volaba solo. No le acompañaban ni su manager ni su esposa, aunque ambos fueran estadounidenses: pagaba su discográfica, Mercury Records, pero pagaba lo justo.

Conviene no confundirlo con una expedición de conquista, como las emprendidas por docenas de grupos británicos a lo largo de la década de los sesenta. En Londres, los cínicos consideraban a Bowie como un tipo simpático pero fantasioso, esencialmente una “maravilla de un solo éxito”, refiriéndose a Space Oddity (1969), una pieza alentada por la fascinación mundial por los astronautas pero que no había funcionado en EE UU, quizás por su poco patriótico desenlace.

En los círculos londinenses, se sabía también que, como dirían los Beatles, David tenía el alma de goma. Había sido mod, hippy, activista underground, actor, mimo. En su paso por siete sellos discográficos, editó rhythm and blues, pop, canción infantil, música ligera, psicodelia. Poseía ojos de radar y una infinita capacidad para seducir.

A Estados Unidos llegó con un melenón y, para ocasiones especiales, unos vestidos –“masculinos”, insistía– que le cubrían casi hasta los tobillos, obra del diseñador Michael Fish. “Parece la reencarnación de Lauren Bacall”, suspiró alguien. En entrevistas, jugaba a la ambigüedad sexual –sobre todo, tras paladear la subcultura gay de San Francisco–, pero el runrún del mundillo aseguraba que arrasó entre las jovencitas. Especialmente, causó sensación a las groupies de Hollywood: fue allí, en una casa alquilada para la ocasión, donde pudo interpretar sus canciones, acomodado en una cama de agua como un gurú llegado de un futuro pansexual.

Tuvo la fortuna de conectar con personas que aceptaron su personalidad y facilitaron sus búsquedas. En Nueva York estaba Paul Nelson, periodista afable entonces a sueldo de Mercury, que regaló sus oídos con anécdotas de Bob Dylan robándole sus discos en los tiempos de Minnesota. En California, le abrieron las puertas el crítico John Mendelsohn y el buscavidas Rodney Bingenheimer, futuro promotor de la escena glam de Los Ángeles.

Hizo muchos contactos. Le faltó una audiencia con Andy Warhol, al que dedicaría una canción, aunque luego descubriría que no tenían buena comunicación. Acudió a un concierto de The Velvet Underground y, en camerinos, trabó conversación con su cantante (creía que era Lou Reed, pero resultó ser su sustituto ante el micrófono, Doug Yule). Sí localizó a una de las leyendas de la vanguardia, el ciego Moondog, que tocaba sus composiciones en la calle; conmovido, le compró comida.

No se sorprenderán si revelo que se transformó durante el recorrido. En Nueva York, iba un tanto desastrado, para mimetizarse con el ambiente bohemio del Greenwich Village. Bajo el sol californiano, tiró de vestuario. La crisálida se rompió y brotó la mariposa que llevaba dentro: una criatura voraz, ambiciosa, absorbente.

Tras unas semanas recorriendo Estados Unidos en avión, tren y hasta autobús, Bowie volvió a Londres revigorizado. No contó que se alojó en hoteles baratos y que, a veces, compartió casa con empleados de Mercury. Sí contó que se traía muchas vivencias, planes calientes. Tenía nuevas canciones, un léxico fresco y hasta tentaciones musicales contrapuestas: adoraba el rock nihilista de The Stooges, pero tampoco era inmune al confortable encanto de cantautores tipo James Taylor o Carole King, entonces en ascenso. Ganaría el rock, vehículo final para una historia que había empezado a hilar en Los Ángeles: la de una estrella mesiánica y decadente llamada… Ziggy Stardust.

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