Sobre traumas, sortilegios y maleficios de la cultura
Hay objetos cargados de un misterioso poder que los hace sagrados y temibles: la cámara de gas, los confesonarios, el diván del psicoanalista, las celdas carcelarias del vis a vis
Este planeta contiene lugares en los que se concentra una energía magnética extraordinaria, por ejemplo, el Tíbet, el Machu Picchu, las pirámides de Egipto, la isla de Ítaca, la Capilla Sixtina. La cultura también posee objetos cargados de un misterioso poder que los hace sagrados y temibles. La cámara de gas, los confesonarios, el diván del psicoanalista, las celdas carcelarias del vis a vis. En mis viajes por el mundo me he encontrado con algunos de estos espectros. Mi visita al campo de concentración de Mauthausen coincidió con la excursión de un colegio cuyos alumnos adolescentes rubios y fuertes entraron en tropel bromeando en la cámara de gas. Ni siquiera allí dentro cesaron sus risas. Durante las explicaciones del guía algunos incluso bostezaban. Fuera de la cámara de gas, ante una pared cubierta de fotografías un anciano solitario lloraba de rodillas. Luego descubrí que en uno de los hornos crematorios lleno de telarañas alguien había arrojado una botella de Coca-Cola, tamaño familiar. Muy cerca de este espanto, entre verdes y onduladas colinas, discurría con toda mansedumbre y belleza el Danubio azul aquella mañana.
En la calle Berggsse, 19, de Viena se encuentra en la primera planta la casa que Sigmund Freud habitó durante 47 años, antes de huir de los nazis. Solo la sala de espera conserva los muebles originales, el sofá y las sillas tapizadas de terciopelo rojo, la mesita de centro, los almohadones, la estufa de cerámica. En esta sala donde esperaban los pacientes se reunía por la noche la Sociedad Psicológica de los miércoles formada por Freud y sus discípulos Otto Rank, Adler, Stekel y luego Jung. En las reuniones se servían pastelitos, café negro y en una cajita de plata había cocaína pura de la que estos espeleólogos del subconsciente de vez en cuando tomaban una pizca y la aspiraban por la nariz. Enfrente estaba el despacho y la consulta del doctor con el famoso diván cubierto con una alfombra persa. Hoy su espectro solo está en una fotografía. El diván auténtico se fue con el doctor a Londres cuando levantó la casa. Pero era muy sugestivo imaginar a Lou Andreas-Salome allí tumbada. El aire del despacho de Freud olía a flor carnosa, medio podrida, como huele la conciencia.
Un día me detuve ante un confesonario de la Real Basílica de San Francisco el Grande. Este severo armario tenía en el exterior unos ángeles subidos a unas columnas torneadas y un cojín muy ajado en el reclinatorio en el que habían hincado sus rodillas legiones de pecadores en busca del perdón. Las celosías que están a derecha e izquierda del confesonario permitían que las mujeres se confesaran sin que el confesor pudiera verles el rostro. Solo la voz de un espectro femenino penetraba a través de esa rejilla, pero sucedió que el hálito que había transportado la culpa junto con toda clase de traumas de estas pecadoras con el tiempo había borrado el barniz, se había comido la pintura y había acabado royendo la madera.
En la cárcel de Carabanchel, ya derruida, la galería del amor estaba formada por 13 habitaciones donde se realizaban los encuentros íntimos del vis a vis. En el día y en la hora señaladas allí dentro de esa habitación una mujer esperaba a que su marido o su novio llegara por un laberinto de puertas de hierro, que los celadores iban franqueando a su paso. Cada uno llevaba bajo el brazo las propias sábanas, las mantas y la funda de la almohada recién lavadas. Los funcionarios habían repartido preservativos y compresas graciosamente. En una garita anterior el preso antes de acceder a la galería del amor había dejado su huella digital en un papel y entregaba su tarjeta de interno al vigilante. Su mujer había sido previamente cacheada. Estas celdas escuetas donde los presos y sus mujeres o sus novias se amaban durante dos horas, contenía una cama de hierro, una mesilla de noche con un cenicero de latón, un perchero, una luz en el techo, una mesa con dos sillas de plástico, un lavabo con ducha, una taza de retrete, un bote de detergente junto al bidé y una bolsa negra para la basura. En la pared un anuncio advertía textualmente:” Se pone en conocimiento de los usuarios de esta habitación de que cinco minutos antes de terminar la comunicación se hará sonar una señal acústica. En esos cinco minutos se preparan para salir, debiendo estar correctamente vestidos y con todo recogido (sábanas, mantas) para que cuando se proceda a abrir la puerta salgan del cuarto sin demora”. Como en la rejilla del confesonario también la pintura verde del cabezal de la cama donde tal vez se agarraban los amantes en el momento del éxtasis había desaparecido, solo que en este caso era a causa del amor y no de la culpa. A la salida el preso debía desnudarse otra vez para ser cacheado y la huella digital era de nuevo examinada, comprobada y contrastada para estar seguros de que el preso que había salido de la celda del amor era el mismo que había entrado.
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