La verdad sobre el caso Carmen Mola: “No nos hemos escondido tres detrás de una mujer, sino detrás de un nombre”
La concesión del millonario Premio Planeta y la revelación de la identidad del trío de autores que firmaron bajo seudónimo la serie de ‘La novia gitana’ esconde una compleja historia
La historia que ha revolucionado el mundo literario español con la concesión del Premio Planeta a Carmen Mola y la revelación de los nombres de los tres autores que estaban detrás del seudónimo más famoso de los últimos tiempos empezó hace tres años. La novia gitana removió en 2018 los cimientos del género policial con una apuesta radical, violenta y espectacular. Firmaba una tal Carmen Mola, autora novel, de la que nadie había oído hablar. El éxito fulgurante de su estreno y el hecho de que no se supiera quién era disparó las especulaciones y las comparaciones con la italiana Elena Ferrante. Tres años, tres novelas y 400.000 ejemplares vendidos después, reconstruimos su periplo.
El primer nombre clave de esta historia llena de nombres es Justyna Rzewska, antigua trabajadora del departamento de venta de derechos internacionales de Penguin, que había fundado en 2017 la pequeña agencia Hanska. Es ella quien hace llegar a María Fasce el manuscrito de la primera novela que iba a representar. La directora literaria de Alfaguara, Lumen y Reservoir Books llevaba tiempo buscando en España un impacto parecido al de otros autores foráneos a los que ya publicaba, como Pierre Lemaitre o Joël Dicker, “experiencias de lectura arrasadora”, “nuevas premisas para el género más complicado”, tal y como cuenta por teléfono a EL PAÍS. Enseguida se queda atrapada por la historia, pero pronto se entera de un inconveniente: Carmen Mola es un seudónimo y quienquiera que esté detrás no desea darse a conocer. “En estos casos, cuando un editor hace un pacto con un escritor lo cumple a rajatabla. Actúas como si fuera un autor que no quiere hablar contigo y esperas sus grandes novelas. Pasa un poco como decía Saviano con Elena Ferrante: lo maravilloso de no conocer su identidad es que te puedas centrar en las novelas”. El efecto fue inmediato: éxito de ventas, traducciones y, algo que cada vez se busca más cuando se hace una apuesta en el género negro, una adaptación a televisión para Atresmedia (grupo perteneciente a Planeta).
Al principio de la conversación, la editora deja claro que no puede comentar cuándo supo que Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero eran Carmen Mola. El secreto siempre fue parte del proceso, también tras publicar La red púrpura (2019) y La nena (2020), segunda y tercera entregas de la serie, con menos brío y fuerza que el original, pero bien recibidas por los lectores. ¿Sabremos algo en algún momento acerca de quién está realmente detrás de La novia gitana?, preguntaba este diario a la autora, ahora sabemos que a los tres autores, en 2018. La respuesta, por correo electrónico, la única manera hasta ahora de ponerse en contacto con el consorcio: “Esperemos que no... pero tampoco quiero ser esclava de mis decisiones. Quién sabe si en el futuro no desearía otra cosa”.
El viernes llegó el momento. Díaz, Martínez y Mercero ganaron el Planeta con La Bestia y dieron la cara. “Decidimos escribir una novela entre los tres como una diversión”, explica Díaz, uno de los triunviros, en referencia a la primera. “Ni siquiera sabíamos si acabaríamos y, oye, nos quedó bastante bien y decidimos publicarla. Teníamos nuestros contactos en el mundo editorial [los tres habían publicado anteriormente] y pensamos que nadie leería una novela en la que apareciesen tres nombres en la portada. Y buscamos un seudónimo”. La búsqueda fue rápida: “Un minuto y medio de lanzar nombres de varón, de mujer, extranjeros…”, apunta Martínez. “Y alguien dijo ‘Carmen’, así, sencillo, españolito, y nos gustó. Carmen mola, ¿no? Pues Carmen Mola. Y se acabó”, cuenta Antonio Mercero, hijo del cineasta de mismo nombre, fallecido en 2018.
“No sé si el seudónimo femenino vende más que el masculino, no tengo ni la más remota idea, pero no me lo parece”, confiesa Mercero. “No nos hemos escondido tres detrás de una mujer, sino detrás de un nombre”. Los tres se separan de fenómenos mediáticos como el de Elena Ferrante, que escondió su identidad; o el más curioso del colectivo de escritores italianos Wu Ming, en el que el autor de cada libro firma como Wu Ming y permanece en el más riguroso anonimato. “La novia gitana cayó de pie: gustó el título, gustó la historia y gustó la portada. A nadie le importaba quién era la autora, creemos que no era un factor a favor de nada”, comenta Martínez.
Los tres escritores y guionistas coinciden en que, si hubiesen sospechado todo lo que venía detrás de esa primera novela negra, protagonizada por la inspectora Elena Blanco, se lo habrían pensado mejor y habrían dado con algún nombre más sesudo. “Pero aquello se fue convirtiendo en una ola de la que no salíamos”, recuerda Díaz. “Nos empezaron a salir traducciones, nos pidieron otra novela…”. Y esa identidad falsa quedó, en realidad, en unas apresuradas pinceladas. “Había que escribir algo de ella en la solapa, ¡pues venga! Nos inventamos que era una profesora de Madrid. Como podía haber sido catadora de gin-tonics…”, explican. “Unas veces hemos dicho que tiene dos hijos, pero después nos olvidamos y pasó a tener tres… no hemos sido muy rigurosos, no”, admite Mercero.
En Penguin Random House quitan importancia a la revelación de la identidad tras la entrega del premio, que Fasce califica de “operación de marketing” y se fijan en el trabajo hecho a lo largo de la serie que, consideran, “ha cambiado la manera de leer y escribir novela negra”. Desde dentro de los dos grandes grupos editoriales en español, nadie quiere hablar de guerra, pero esta es la segunda ocasión en que Planeta utiliza este premio, cuya cuantía ha subido al millón de euros, para atraer a escritores de la competencia. “Cuando lancemos Las madres [en marzo, será la cuarta de la serie] cambiarán cosas, quizás los autores ahora podrán hablar, pero lo esencial es la novela”, remata Fasce.
¿El fin del fenómeno?
En cualquier caso, el anonimato de los ganadores del Planeta, a pesar de lo que digan, se ha mantenido bien custodiado. “Llevamos cuatro años y unos meses mintiendo como bellacos”, se ríe Díaz. “De mi última novela ha pasado mucho tiempo, y más de uno me recriminaba que no estuviese escribiendo nada, que era un vago. Y yo pensaba: ‘¡Si tú supieras…!”. Sí existía un círculo de gente que sabía algo, pero muy pocos (y muy discretos) sabían que alguno de ellos podía estar detrás de Carmen Mola. “Que éramos los tres no lo sabía nadie”.
Con La Bestia, de la que poco se sabe (duro thriller histórico sobre un asesino en serie en el Madrid en plena epidemia de cólera de 1834), no muere Carmen Mola. “¡No la hemos matado!”, dicen. ¿Y si hubiera una quinta entrega de Elena Blanco? “No pasaría nada si estuviéramos en dos sellos editoriales, pero eso lo tendrían que decidir ellos”.
No esperan que, de repente, con La Bestia hayan abierto una nueva saga. Bastante les parece haberse llevado el primer Planeta del millón de euros. Pero con la inspectora Elena Blanco tampoco lo esperaban. “Nos lo hemos pasado muy bien haciendo este género”, coinciden. Y Agustín añade: “Nos regimos por el principio del placer. Somos escritores hedonistas, no escritores que sufren escribiendo, y creo que cuando uno se lo está pasando bien el libro sale mejor. Es lo que siempre hemos querido hacer, escribir divirtiéndonos”.
Ocultarse para triunfar
Nada más conocerse la identidad de los ganadores del Planeta, los comentarios sobre la cuantía del premio quedaron arrinconados por la avalancha de chistes y memes en las redes sociales, entre los más compartidos: “Y vosotras, ¿cuántos hombres sois?”. “¿Habrán subido la cuantía del premio para que los tres señores cobraran bien?”. “Hacen falta tres hombres para hacer el trabajo de una mujer”.
Chistes aparte, una pregunta mucho más profunda emerge entre las risas: ¿Por qué tres hombres han elegido el seudónimo de una mujer cuando históricamente las mujeres han tenido que esconderse tras el nombre de señores para poder publicar? No son los primeros y, probablemente, no serán los últimos. Uno de los ejemplos más recientes es el de Yasmina Khadra. Mohammed Moulessehoul, el verdadero nombre del escritor argelino y exgeneral, eligió el seudónimo para despistar al régimen militar durante la guerra civil bajo la que vivía, y ahora lo mantiene como homenaje a su esposa (usa sus dos nombres de pila) y a las mujeres árabes.
En el siglo XVIII, algunos autores publicaban en la prensa española con nombres femeninos porque sus reflexiones trataban sobre la educación de las mujeres. “Demuestra que la firma femenina, por poco habitual, suscitaba expectación y generaba polémica”, cuenta Helena Establier Pérez, profesora de Literatura española en la Universidad de Alicante, especializada en estudios de género, a este diario. En esta ecuación se mezclaba el exotismo de firmar como mujer, rara avis en el mundo editorial, y los asuntos que trataban, que se adjudicaban como temas de mujeres. Escribir sobre política, historia o filosofía suponía la desaprobación social para muchas mujeres, que acababan englobadas en categorías despectivas como “marisabidillas” o “bachilleras”.
Por esta razón, entre otras, prefirieron esconder su identidad bajo nombres de hombres. La lista es larga: George Eliot (Mary Anne Evans), Víctor Catalá (Caterina Albert i Paradís), Fernán Caballero (Cecilia Böhl de Faber), Curren, Ellis y Acton Bell (las hermanas Brontë), Rafael Luna (Matilde Cherner) y George Sand (Amantine Aurore Dupin). De esta manera, consiguieron que los hombres las leyeran y escucharan.
Era más sencillo firmar con nombre de mujer novelas de costumbre que libros de historia. “Se aceptaba la participación de las mujeres en la ficción novelesca siempre y cuando los objetivos, los temas y tramas reforzaran la ideología de género dominante y no desafiaran los roles establecidos para uno y otro sexo”, apunta Establier. Las hermanas Brontë pronto abandonaron sus seudónimos masculinos, mientras que una autora tan extraordinaria como George Eliot lo mantuvo para siempre.
Otro de los impedimentos que condujeron a las escritoras hacia los nombres masculinos fue la negativa constante cuando trataban de acceder a los medios de difusión. Si querían que sus ideas feministas tuvieran el mismo espacio que las de los hombres, tenían que cambiarse el nombre, como le sucedió a Fernán Caballero.
Existe una lista alternativa que demostró la convicción de Virginia Woolf según la cual las narradoras poseían mejor formación clásica. En este listado aparecen nombres como el de Elizabeth Barret-Browning, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Emily Dickinson y Christina Rossetti. Rosalía de Castro, que nunca se amparó tras lo masculino, dejó una frase que simboliza esta desigualdad: “Los hombres miran a las literatas peor que mirarían al diablo”.
En este juego literario que oculta un juego de marketing en busca de engrosar las cuentas, sobrevive la lucha de las mujeres contra lo que decía Simone de Beauvoir: “La representación del mundo, como el mismo mundo, es obra de los hombres; ellos lo describen desde su propio punto de vista, que confunden con la verdad absoluta”.
En el género negro en el que tan bien se ha instalado Carmen Mola, durante décadas un mundo masculino dominado por hombres, pero siempre con mucho más público femenino, el nombre dejó hace tiempo de ser un problema y era más bien un reclamo (Gillian Flynn con Perdida, o Paula Hawkins, con La chica del tren son solo dos de los ejemplos más sonados). Ahora, con el Premio Planeta, la historia se sitúa en un nuevo punto de partida.
Babelia
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