Las voces anónimas del proceso de Núremberg
Sin las personas que actuaron como intérpretes en aquel tribunal militar el proceso habría durado al menos tres años. Por eso dijo Göring: “Los intérpretes nos están acortando la vida”
El día 1 de octubre de 2021 se cumplen los 75 años de la lectura de las sentencias de los criminales de guerra nazis juzgados en el proceso de Núremberg, que tuvo lugar a lo largo de los diez meses que duraron las sesiones del Tribunal Militar Internacional organizado por los países aliados, vencedores en la contienda. Los juicios contra otros muchos criminales nazis continuarían durante varios años más en procesos específicos que encausaron a jueces, médicos... pero el efecto principal de aquella justicia penal internacional novedosa ya había tenido lugar para entonces en tiempo realmente récord, si se considera la ingente cantidad de documentación que hubo de aportarse, el desarrollo de las vistas orales y las deliberaciones entre jueces y fiscales procedentes no solo de países diferentes (Estados Unidos, Reino Unido, Unión Soviética y Francia), sino también de tradiciones judiciales distintas (la del derecho romano vigente en el continente europeo, incluido en el país al que pertenecían los encausados, y la del derecho consuetudinario anglosajón).
Un factor que inmediatamente salta a la vista, y que en parte se ha reflejado en películas como ¿Vencedores o vencidos? (Stanley Kramer, 1961) es que los acusados y los representantes de las potencias aliadas hablaban idiomas diferentes y no podían entenderse directamente entre sí, ni mucho menos deliberar sobre intrincados temas penales en torno a conceptos jurídicos y jurisdiccionales que se iban definiendo mientras se desarrollaba el proceso. Por eso quiero destacar aquí el papel que representaron los hombres y mujeres que actuaron como intérpretes en aquel proceso, sin quienes no habría sido posible el entendimiento lingüístico.
Tres fueron los retos principales que tuvieron que afrontar aquellas personas, generalmente pasadas por alto en los libros de historia, que sirvieron de eslabones lingüísticos y culturales, trabajando por vez primera en aquella escala de forma simultánea. El primer reto fue el de los conocimientos lingüísticos y culturales suficientes para poder traducir la compleja terminología, con equivalencias difíciles cuando no imposibles, en un entorno tan imponente como un tribunal militar, en medio de los escombros aún humeantes provocados por la guerra. Aquella complejidad derivaba a veces de una cuestión tan sencilla como tener presente que, según recomendaba el monitor de intérpretes, Ernst Peter Uiberall, la palabra “Ja” del alemán no debía traducirse inmediatamente por “sí” en los otros tres idiomas (inglés, francés y ruso) ante una pregunta de la acusación, porque los interrogados utilizaban aquella expresión para dar a entender que habían comprendido lo que se les preguntaba, no para declarar su culpabilidad en lo que el fiscal de turno les interrogaba. Una cosa era ser capaz de conocer muy bien los idiomas —cada intérprete trabajaba habitualmente entre dos lenguas nada más— y otra estar a la altura de entender registros muy diversos, que podían oscilar desde razonamientos jurídicos enrevesados construidos en un lenguaje rebuscado a expresiones malsonantes de un responsable de un campo de concentración. También era complicado a veces descifrar acentos que distaban mucho de los acostumbrados en las escuelas, como le sucedió a la intérprete Marie-France Skuncke cuando no le entendió al juez británico Lawrence la pronunciación en latín del “Tu quoque, fili mi?” (”¿Tú también, hijo mío?”).
Tres fueron los retos principales que tuvieron que afrontar aquellas personas, generalmente pasadas por alto en los libros de historia
El segundo reto derivaba de uno de los principios básicos de la profesión de intérprete tal como se entiende en nuestros días —a cuya definición y posterior consolidación contribuyó de manera decisiva el proceso de Núremberg—, a saber, la neutralidad en la transmisión oral de las intervenciones o de textos que se traducían a la vista. No resultaba fácil interpretar en medio de la tensión que se respiraba en aquel palacio de justicia, no solo entre los encausados (arropados por sus defensores) y los fiscales o jueces de las potencias que acababan de combatir una guerra contra ellos, sino también entre los distintos aliados, entre quienes se barruntaba ya el espectro de la Guerra Fría. Los intérpretes soviéticos rendían cuentas directamente a sus autoridades, y cualquier desliz que comprometiera la ortodoxia estaliniana podía tener consecuencias graves para quien lo cometiera. Entre el grupo de intérpretes de los aliados había personas, como Peter Less o Armand Jacoubovitch, que habían perdido a buena parte de su familia por culpa de aquellos acusados ante los cuales les tocaba interpretar. La intérprete Genia Rosoff había salido hacía poco del campo de concentración de Ravensbrück. Mantener la entereza y el equilibrio ante los responsables de atrocidades que habían trastornado tan brutalmente sus vidas no estaba al alcance de todos los que se enfrentaron a aquella tarea. Y no todos consiguieron aguantar la prueba.
El tercer reto era el de la preparación profesional, que incluía la práctica de traducir oralmente entre lenguas y además hacerlo en la modalidad simultánea. Muy pocos de quienes actuaron como intérpretes tenían formación como tales. Es cierto que algunos acababan de pasar por la Escuela de Traductores e Intérpretes de Ginebra, donde entonces solo se enseñaba la consecutiva, el modo dominante en las instituciones ginebrinas, la Sociedad de Naciones y la Organización Internacional de Trabajo. Pero eran menos aún los intérpretes con cierta experiencia de interpretar y casi ninguno había practicado la modalidad de simultánea. Fue el coronel franco-estadounidense Léon Dostert quien convenció al fiscal estadounidense Jackson de que el experimento de la simultánea iba a funcionar. Ello permitiría enjuiciar lo más rápidamente posible a los acusados, siempre guardando el debido proceso, para que la acción judicial tuviera una eficacia que se hubiera visto mermada de haber optado por la modalidad consecutiva, es decir, la de interpretar sucesiva y no simultáneamente los discursos.
Cuando Göring dijo que los intérpretes le estaban acortando la vida sabía lo que decía porque, si el proceso se hubiera llevado a cabo en consecutiva, habría durado al menos tres años y no los 10 meses que duró. El experimento requirió el montaje de los equipos de sonido y la contratación contra reloj de intérpretes capaces de trabajar en aquel entorno tan enrarecido, en simultánea y bajo los focos de todos los usuarios de sus servicios, que incluían no solo a los participantes directos en el proceso —acusados, defensa, Fiscalía, testigos, jueces, estenógrafos, técnicos...—, sino también a la opinión pública internacional, pendiente a través de corresponsales y noticiarios del proceso: millones de personas oyeron las sentencias pronunciadas por el juez Lawrence en inglés, pero los destinatarios de las mismas las escucharon en alemán en la voz del intérprete Wolfe Frank, que había tenido que huir de Alemania en 1937 de aquellos cuyas condenas estaba pronunciando.
Ernst Peter Uiberall me dijo hace casi 25 años: “Sin nosotros no hubiera sido posible el proceso y, sin embargo, prácticamente no se nos cita en las actas ni en las publicaciones sobre el proceso”. Aquí he querido mencionarlos para que no se olvide que el hito que supuso Núremberg en la historia de la justicia penal internacional no habría podido tener lugar sin el concurso de aquellos y aquellas intérpretes.
Jesús Baigorri Jalón es exintérprete de Naciones Unidas y autor del libro ‘La interpretación de conferencias: el nacimiento de una profesión. De París a Nuremberg’ (Comares).
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