La paradoja del SUT: el principio del fin del franquismo
Un libro reconstruye la historia del Servicio Universitario de Trabajo, un organismo creado por el régimen para concienciar de la pobreza a los jóvenes de las clases pudientes que acabó alimentando la oposición a la dictadura
En 1950, el padre José María Llanos, un jesuita falangista que quería mejorar la calidad moral de los jóvenes y hacerles valorar el trabajo manual, puso en marcha el Servicio Universitario de Trabajo (SUT). Más de 13.000 universitarios trabajaron voluntariamente codo a codo con obreros, campesinos, mineros y albañiles durante los veranos de las décadas de los cincuenta y sesenta. Fue una experiencia clave para muchos de ellos, que les descubrió una realidad ignorada y que marcó significativamente el resto de sus vidas, lo que dio lugar a una paradoja: aquel proyecto financiado por el régimen acabó creando un caldo de cultivo crítico del cual emergieron importantes militantes antifranquistas, entre ellos Pasqual Maragall, Ramón Tamames, Manuela Carmena, Nicolás Sartorius, José Luis Leal, Ricardo Gómez Muñoz, José Torreblanca o Carlos París.
Cuando las autoridades franquistas se dieron cuenta, cerraron el SUT y todos sus archivos desaparecieron, por lo que aquella historia quedó sin contar. Más de 50 años después, un grupo de amigos ha decidido reconstruirla en el libro titulado Una juventud en tiempo de dictadura (Catarata), que aborda lo que supuso el SUT para los estudiantes de la época y la importancia que tuvo para despertar la conciencia crítica de la juventud. La idea se le ocurrió a Emilio Criado Herrero, un investigador del CSIC que en 1966 participó en uno de aquellos campos de trabajo picando rocas en una mina asturiana, al leer una entrevista en la que Javier Pradera recordaba la experiencia “espectacular” que había vivido en su juventud gracias al SUT. Decía que fue lo que le permitió darse cuenta de las “brutales desigualdades sociales” de la época. Criado Herrero cogió una maleta llena de fotos y diarios que había guardado durante años y se la llevó a sus antiguos compañeros sutistas Antonio Ruiz Va y Álvaro González de Aguilar: “Nos dijimos que teníamos que hacer algo con todo eso, sacarlo a la luz. Si no lo contábamos nosotros, no lo iba a contar nadie”.
Tomada la decisión, los tres antiguos compañeros propusieron a los historiadores Miguel Ángel Ruiz Carnicer, Nicolás Sesma Landrin y Javier Muñoz Soro que les ayudaran a analizar y sistematizar los documentos que lograran reunir, mientras ellos se dedicaban a recoger relatos de los sutistas que conocían. Crearon la asociación Amigos del SUT y una página web para que personas de todo el país pudieran compartir sus archivos. Después de ocho años de investigación, lograron contactar con 2.000 personas y reunieron 1.500 fotografías que les ayudaron a reconstruir la historia.
Durante 20 veranos, más de 500 campos de trabajo acogieron voluntarios del SUT por toda España: empresas mineras, astilleros, campos agrícolas y fábricas que vieron en ellos una oportunidad para contratar mano de obra barata. En su gran mayoría, los universitarios partían de un entorno familiar conservador y burgués, motivados por la curiosidad de saber cómo se vivía fuera de su ambiente acomodado. En el libro, José Antonio Mateo cuenta la reacción de los obreros: “Al principio, nuestra presencia en el campamento no era comprendida, varios nos preguntaron si al año siguiente duraría todavía el castigo. Para ellos, por las circunstancias en que trabajaban y su nivel de vida tan ínfimo, la azada constituía una auténtica esclavitud; les era inconcebible que unos estudiantes, unos señoritos para ellos, vinieran a empuñarla voluntariamente, compartiendo sus barracones, su fatiga, su hambre y sus chinches. Cuando les expresé nuestro afán de conocerlos para amarlos de verdad y que apreciábamos su ruda tarea, lo comprendieron perfectamente y compartieron con nosotros, con toda naturalidad, su pobre tocino y su pan”.
Además de los campos de trabajo, el SUT desarrolló campañas de alfabetización y numerosas actividades culturales, desde clases impartidas por universitarios a proyección de películas, bibliotecas volantes y teatro de guiñol. Alicia Ríos, que estuvo alojada en una pedanía en las tierras de Lugo en los años sesenta, recuerda así su experiencia: “Íbamos por las mañanas a cortar hierba, no había agua y ninguna forma de comunicación con el exterior. Yo había viajado mucho y no imaginaba que pudiese existir dentro de España un sitio de tamaño contraste cultural. Un día llevamos una televisión. Ellos se arreglaron, miraron la tele como si fuera un acto social y me preguntaron: ‘Hija, ¿los que están allí nos ven a nosotros?”.
En 1952, el SUT pasó a formar parte del Sindicato Español Universitario (SEU), que se definía como el depositario del impulso inicial falangista y protagonista de la victoria en la Guerra Civil. Pero a medida que las universidades se agitaban y se hacían más contestatarias, el régimen se fue dando cuenta de que estaba alimentando el antifranquismo y cada vez se mostraba más receloso con el proyecto, pero lo mantuvo porque el falangismo lo amparaba. La gota que colmó el vaso fue una huelga de mineros en la empresa leonesa Antracitas de Gaiztarro (Matarrosa del Sil) en 1968, que contó con la participación de seis sutistas y prendió las alarmas del Gobierno. La directora del SUT, Teresa García Alba, fue destituida y su equipo dimitió en solidaridad con ella. Fue el fin del proyecto.
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