Antonio Martínez Sarrión, trapecista sin red
El poeta era amigo de todo el mundo en un universo que ya entonces empezaba a clausurar la era de los encuentros
A Antonio Martínez Sarrión se le puede recordar recogido, en su casa, junto al Retiro, al lado mismo de otro gran desaparecido y, ay, injustamente preterido u olvidado, Rafael Conte, que puso a leer literatura moderna, y seria, literatura, en fin, desde este periódico, cuando la confusión conducía a la desolación del concepto mismo de escritura para dar paso a cualquier cosa que fuera escrita entre unas solapas.
Sarrión —fallecido el martes en Madrid a los 82 años—, con aquellas gafas que se querían comer los ojos, minuciosamente dedicado a estudiar, serio y risueño a la vez, educadísimo, era el amigo de todo el mundo en un universo que ya entonces empezaba a clausurar la era de los encuentros e iniciaba las soledades individuales en las que cada uno iba por su cuenta y con mucho riesgo.
Él seguía siendo custodio o amigo de personajes que fueron sus mayores, acudía a sus fiestas o a sus entierros, lloraba o describía sus obras o su falta fatal en lo que pasaba a ser un territorio de generaciones que ya no parecía necesitar de antepasados.
En aquellos saraos o despedidas, cuando ya él mismo se recluía para escribir o para decir adiós a todo esto lentamente, sin vuelo en el verso y también sin otro sonido que el de sus obras preferidas, Sarrión dejó varios testimonios de su inteligencia narrativa, en sus memorias —Infancia y corrupciones, Una juventud, Jazz en días de lluvia— y en su singular Escaramuzas, donde dio varias lecciones de sintaxis y tachadura, pues él estaba disconforme con la pérdida de estilo, algo que incluía también la pérdida del pudor que obligaba a una mejor literatura que la que se iba abriendo paso a base de premios que además se convertían en castigos.
Como Conte, Sarrión eligió los silencios finales, pero, como el maestro que inició en EL PAÍS la preocupación por poner en su sitios la creación literaria, Sarrión se hizo lector, un soberano lector, capaz de perlas como esta que incluye la sátira contra las bobadas: “Dos tipos de lector de poesía”, escribe en esa especie de espacio de tachaduras inteligentes que es el citado Escaramuzas: “Aquellos a los que el poema de Kipling les parece el colmo de lo elevado y aquellos que lo tienen como un ejercicio de delicuescencia santurrona, cocinado con el más letal de los reaccionarismos”.
O esta notable muestra de su modo de ver la política de aquel momento: “Ahora, pasados los grandes acontecimientos de 2004, es cuando me estremezco de horror, imaginando que hubieran elegido presidente del Gobierno al señor Rajoy. Este sujeto, casi invisible en su etapa de ministro, e incluso en la campaña electoral, durante la tarde del sábado de reflexión tuve el tupé de asomarme a la televisión, desprovisto de máscaras y de cautelas. Y jamás, jamás en toda mi vida tuve una más intensa vivencia de lo que es el punto supremo de lo torvo, lo lúgubre, clerical y servil. Detestándolo también, prefiero mil veces a Aznar, reaccionario feroz, mentiroso, taimado y chulo, pero sin esa capa de repulsiva ranciedad de su lacayo”.
Sin cabeza dejaba los títeres, también los literarios, pero en un pedestal tenía nombres propios en los que apoyó su admiración por la poesía que tiene toda obra de arte, representada en su caso por esta lista inviolable: Cézanne, Rimbaud, Mallarmé, Roussel, Duchamp, Picabia, Malévich, Artaud, “el Joyce final, el Faulkner de las tres primeras partes de El ruido y la furia, el Broch de La muerte de Virgilio”, Samuel Beckett, John Cage, “el Borges de Pierre Menard”… “Esos trapecistas sin red”, subraya él.
Él fue un ejemplo sobresaliente de la audacia de leer, y de escribir; lo llamaron sus mayores el Moderno, y moderno ha muerto, insobornable individuo que hizo de la valentía de ser único el mejor premio que, con su familia, le dio la vida.
Babelia
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