Rafael Conte, un crítico irrepetible
Ejerció su labor literaria en EL PAÍS durante dos etapas
Hoy es un día muy triste para la literatura española. Con Rafael Conte muere un tipo de lector irrepetible que a lo largo de casi sesenta años se ocupó de guiar a miles de lectores en nuestro país. Su contribución al conocimiento de la literatura española y universal en una España perdida e inculta comenzó en las páginas de Acento Cultural, revista asociada al sindicato de estudiantes del régimen, SEU, que junto a otros nombres como el de su muy amigo y también recientemente fallecido Isaac Montero empezó a abrir una ventana en la asfixiante mediocridad cultural española de la época. Cerrado Acento, continuó en la revista Aulas como director, donde lo conocí por medio de Félix Grande y donde, con su habitual bonhomía, me ofreció publicar alguno de mis primeros trabajos. Pero su verdadera influencia se empieza a extender a partir del mítico suplemento de libros del diario Informaciones que dirigía Pablo Corbalán.
Se guiaba sobre todo por la calidad y no atendía a otras razones
Como presidente del Premio de la Crítica contribuyó a ponerlo en valor
Para varias generaciones de españoles, el abrumador conocimiento de la literatura universal de Rafael constituyó una guía cuyo magisterio ha durado hasta hoy mismo. No he conocido a un lector más empedernido que él, capaz de leer toda seguida la Comedia humana de Balzac, por ejemplo. En realidad, para todos sus compañeros y amigos era el hombre que lo había leído todo y al que se acudía ante cualquier duda, para cualquier consejo de lectura. Pero lo característico suyo ha sido la generosidad con que ha transmitido su conocimiento, lo cual se compadece bien con esa manera de ser expansiva, vociferante, categórica en los juicios y terminante en las definiciones, pero siempre amistosa y cordial porque, como buen navarro de corazón, era un hombre cercano y entrañable.
Se incorporó a EL PAÍS a finales de los setenta, procedente de París, donde ejercía la corresponsalía del Informaciones. En EL PAÍS ejerció su labor como periodista -lo que fue siempre- y como crítico literario desde el suplemento Libros. La técnica de Rafael Conte era sencilla y expresiva: siempre abría sus críticas situando al autor en su época, es decir, ordenando la información y relacionándolo con el entorno literario, apoyado en su vasta cultura, para pasar después a analizar la obra objeto del comentario. Conviene recordar que en todos esos años la información que por lo general se recibía era sesgada, insuficiente y partidista. En este punto hay que decir que Rafael se guiaba sobre todo por la calidad literaria y no atendía a otras razones. Fue un crítico benévolo, sin duda, porque ponía por delante su amor a la literatura, pero la benevolencia no excluía la exigencia. Buscaba lo mejor que podía encontrar en cada libro, y su capacidad de colocarlo en su punto de aprecio le concedía la confianza de los lectores. Una confianza que se mantuvo durante decenios.
De EL PAÍS pasó a ocuparse de las páginas literarias del desaparecido diario El Sol, y al final de este periodo ejerció la crítica literaria en el suplemento cultural de Abc. Finalmente, con el comienzo del siglo, regresó a EL PAÍS, publicando un artículo de título bien expresivo: Volver a casa.
Debido a su ingente trabajo a favor de la literatura, un centenar largo de destacados intelectuales promovió la candidatura de Rafael Conte a la Real Academia Española. En realidad fue un acto testimonial de reconocimiento, pues esa promoción sólo es posible desde el interior de la Academia, pero la razón que les asistía la ponían en algo de suma importancia: consideraban a Rafael Conte "el crítico más notorio de nuestra sociedad literaria y un representante especialmente significado de la crítica periodística", a lo que yo añadiría que lo que hizo con su trabajo fue dar presencia y prestigio social a la figura del crítico literario. Como presidente del Premio de la Crítica contribuyó decisivamente a ponerlo en valor.
Rafael Conte era un amigo y un contertulio entusiasta, desde los viejos tiempos de la casa del barrio de la Concepción hasta los últimos almuerzos en Casa Manolo o en Belarmino, donde su voz en favor de los libros amados tenía el volumen estruendoso del alegre convencido. Posiblemente, el sueño de Rafael fue el de ser sola y únicamente un lector, el mejor lector del mundo, pero, por suerte para todos, se vio obligado a ponerlo por escrito. Y eso es lo que le debemos.
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