Eterno cabo suelto
Es como mínimo paradójico que haya tenido que irrumpir una pandemia mortal para que crezca por fin la afición a la lectura
Si, poco antes de la pandemia, alguien decía que en este país sobraban escritores, faltaban lectores, cerraban editoriales y librerías y todo el mundo se había vuelto tecnológico, solía pensarse que sus palabras se ajustaban a la realidad. Sin embargo, algo ha cambiado cuando se cumplen quinientos días de la irrupción del virus. Circula ahora un nuevo lugar común que dice que ya no escasean tanto los lectores y, más que cerrar librerías, se abren. Quienes repican este rumor explican que los confinados llegaron a hastiarse del atracón de series y comenzaron a descubrir el objeto libro, y por eso ahora se lee más. De ser cierto, y es probable que lo sea, no dejaría de ser, como mínimo paradójico que haya tenido que irrumpir una pandemia mortal para que crezca por fin la afición a la lectura.
El fenómeno me recuerda algo que dijo Gabriel Ferrater sobre Louis Aragon: que fue siempre un poeta muy mediocre, salvo cuando Hitler invadió Francia, lo que le llevó entonces a escribir de forma elevada. Pero es muy mal negocio, concluía Ferrater, que los alemanes tengan que invadir Francia para que Aragon escriba buenos poemas. Pues lo mismo percibo en este aumento de lectores que no sabemos, por cierto, si leen bazofia, tonterías, buenas obras, o bien obras maestras. ¿No había un camino menos duro que atravesar una pandemia para descubrir las bondades de la lectura? Lo había, y era un camino muy sencillo, exento de virus. Ha estado siempre ahí, y simplemente consiste en ver que puede que estemos atrapados en la provincia, pero que la existencia de la literatura, de la literatura universal, nos permite escapar, como decía Susan Sontag, de la prisión de la vanidad nacional, de la inanidad educativa, de los destinos imperfectos y de la mala suerte. Porque la literatura puede ayudarnos a modificar para bien nuestro destino, lo que no es poco. Y, de hecho, es la puerta de entrada a una vida más amplia; es decir, a un territorio libre.
El pasado jueves en una plaza de Barcelona, firmando en la primera edición de Llibrestiu, me preguntó una lectora cuál era el modelo ideal de narración. Superado mi desconcierto por la pregunta a bocajarro, me acordé de aquel relato de Heródoto sobre el enigmático llanto del faraón Psamético, relato considerado por muchos como el modelo ideal de narración, el cuento que nunca se entrega porque deja en el aire un misterio por resolver, un cabo suelto. En la historia que nos contó Heródoto el enigma del llanto tardío y tan a destiempo del faraón vencido sigue estando ahí, con su eterno cabo suelto. Montaigne trató de explicarlo, pero no logró convencerse ni a sí mismo, y acabó abriendo aún más interpretaciones del enigma de aquel inesperado llanto. Y lo mismo puede decirse del aumento general de lectores creado por el horror de tantas series y por la pandemia. Hay algo ahí que se nos escapa. Pero es normal cuando no paran de darnos últimamente tantas noticias con algún que otro cabo suelto, enigmáticas todas como el universo mismo.
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