La manzanilla de ‘mamma’ Battiato
Franco Battiato rompía los cánones, tanto en el apartado de cantante pop como en su faceta de autor vanguardista
Mediados de los ochenta. Cita con Franco Battiato en el Ritz de Barcelona. Sorpresa al descubrir que aquel cuarentañero viajaba con su madre. Una señora de armas tomar que, al saber que el periodista llegaba con el estómago revuelto, se coló en las cocinas del hotel para elaborar una “manzanilla a la siciliana”. Mano de santo, por cierto.
Todo en Battiato rompía los moldes. En los sesenta probó suerte como cantante comercial, participando incluso en competiciones tipo Un disco per l’estate. En realidad, no pasó de la tercera división; comprensible que se negara a hablar sobre aquella época. Fue en la década siguiente cuando se reinventó como artista de vanguardia. El terremoto del 68 había iniciado una revolución en la música de Italia, donde prendieron como en ningún otro sitio los imperativos del rock progresivo. Un mundillo un tanto delirante, donde Battiato era considerado el heredero (glup) de Karlheinz Stockhausen.
Aseguran los implicados que el impulso para su siguiente encarnación fueron las pullas de los gramscianos periodistas de la revista Muzak, que le plantearon que era más difícil hacer buena música pop que fantasías de vanguardia. Ni caso: Franco tenía antenas suficientemente sensibles para detectar que aquella vía alternativa estaba desembocando en un callejón sin salida y ya tanteaba a la poderosa EMI.
A partir de L’era del cinghiale bianco (1979), se reinventó como cantautor culto. A pesar de su antipatía por las tendencias de moda, cabalgaba sobre hallazgos del rock y el tecno pop (aunque paulatinamente fueron reemplazados por ritmos étnicos y fórmulas derivadas del vocabulario clásico). En las letras, el Universo Battiato fundía confesiones eróticas, declaraciones políticas y anhelos espirituales con una avalancha de referencias culturales, endulzadas por una abundancia de citas musicales y mucho name dropping. Se trataba de complacer la autoestima cultural del oyente, aunque históricamente aquello no se aguantase: en Prospettiva Nevski hacía coincidir en aquella avenida del San Petersburgo bolchevique a Stravinsky, Diaghilev, Nijinsky y Eisenstein (le faltó Nabokov, mecachis).
Funcionaba. Funcionaba maravillosamente incluso con las traducciones ortopédicas del letrista del Dúo Dinámico, Carlos Toro. O tal vez nos gustaban por su homofonía esencial: las adaptaciones al inglés (Echoes of sufí dances) sonaban apagadas, carentes de mordiente. En realidad, Battiato nos encantaba por su misma italianidad desinhibida. Iba de artista serio, pero se prestaba a hacer playbacks en infames programas de variedades. Modelaba sin pudor horribles trapos de boutique. Aparecía como humilde escudero cuando ejercía de compositor para Alice, Giunni Russo e incluso la diva Milva.
¿Le sentó bien la fama a Battiato? En las distancias cortas, no. Las entrevistas parecían escenas de Peter Sellers, donde se cruzaban conversaciones con sus acompañantes, llamadas telefónicas, recetas de platos vegetarianos y ese error común de que españoles e italianos nos entendemos simplemente hablando nuestros respectivos idiomas. En lo profesional, se ganó la libertad para hacer lo que le apetecía, aunque eso supusiera entrar en el bucle de los encargos institucionales y los eventos mediáticos. Hubo algunos disparates, pero el arco final resulta deslumbrante: seguir a Battiato equivalía a montar en una montaña rusa.
Babelia
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