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Luciana Cáncer, sobre la anorexia: “Mi cuerpo me salvó, no le hizo caso a mi cabeza”

La escritora argentina vuelca en su primera novela, ‘Un lugar guardado para algo’, el trastorno alimentario que se convirtió en el centro de su adolescencia

Un lugar guardado para algo Luciana Cancer
Luciana Cáncer, autora de 'Un lugar guardado para algo', en Buenos Aires la semana pasada.SILVINA FRYDLEWSKY

“Querría decir ‘estoy curada, estoy bien, mi vida es completamente normal’, pero en la cabeza es una distorsión que queda para siempre”, dice la argentina Luciana Cáncer al hablar sobre la anorexia. En un lugar guardado para algo (Penguin Random House), su conmovedora primera novela, la protagonista narra su convivencia con esa enfermedad que se convirtió en un monstruo omnipresente en el día a día, alrededor del que solo crecía el vacío: en su estómago, en el amor y en una familia marcada por el padre ausente.

— Si seguís comiendo así te vas a poner gorda.

Su tío pronunció esa frase cuando Cáncer era una adolescente de 14 años y medía un metro sesenta y seis casi todo de piernas. Las palabras desencadenaron un crack en su cabeza. No se acuerda de si terminó de comer o no la manzana roja que tenía en la mano esa tarde, pero sí que por la noche le dijo a su madre que le dolía la panza y comió menos de medio plato de arroz blanco. “Separé el pollo. Separé las arvejas. Miré la mayonesa con desprecio. Alejé la panera de mi plato como si el pan fuera un pecado mortal. Fue la primera vez que diseccioné la comida a conciencia”, describe en las primeras páginas de su ficción autobiográfica.

Hoy, con 46 años, admite que al trabajar sobre la memoria y recordar escenas de su infancia, se da cuenta de que había comenzado a dirigirse hacia ese lugar años antes. “Ya de niña estaba en una autopista que me llevaba para ahí. Si me pasaba algo se iba a manifestar de esta manera, no iba a ser drogadicta”, señala durante la entrevista.

“Cuando tenía seis años dormía con una musculosa turquesa que me llegaba a los pies. Por encima, me abrochaba un cinturón de elástico grueso, muy apretado, que se cerraba con una hebilla plateada y que me daba escalofríos cuando me rozaba la piel. Necesitaba sentir el borde de mi cintura, apresarla en una circunferencia concreta, contenerla. Limitarla hasta cuando dormía”, recuerda en el libro.

La tiranía de la moda y su enfermizo ideal de belleza femenina ha afectado a generaciones de adolescentes, pero son pocas las que deciden tomar la decisión extrema de dejar de comer: “Tenés que tener una mente dispuesta a eso. Dispuesta a entregarse. Las personas que yo conozco que se enfermaron son así: obsesivas, metódicas, buenas alumnas, todo diez. Como yo, me meto en algo y me meto con todo”.

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Cuenta que desde los catorce a los veinte años no creció, ni física ni mentalmente. Todo su tiempo lo consumía la enfermedad. “Pasaba todo el día pensando cómo hacer para no comer, para controlar el hambre, midiéndome, pesándome tres veces por día, solo pensando en eso, era agotador”. Al terminar los estudios secundarios se mudó de su pequeña ciudad natal, Lobos, a Buenos Aires, para empezar la carrera de sistemas. Pronto se dio cuenta de que no podía con ella. “Me obligaba a estar muy adentro mío, de los números, hacer programación. La exigencia muy alta y el problema eran las materias que requerían creatividad, porque en sistemas tenés que proyectar, y parte del problema que yo tenía era que no podía desear y entonces tampoco tenía imaginación para proyectar nada”.

Pánico a la internación

Al dejar la facultad comenzó a salir también del pozo profundo en el que estaba metida. “Hablé con mi familia y me dijeron que si yo no ponía algo de mi parte me iban a tener que internar. Eso me daba pánico. Entonces busqué un trabajo y eso me empezó a ayudar a verme bien, a levantarme todos los días. Arreglarme y tener una meta hacía que no me quedase deprimida. Y ahí también empecé a tener más hambre, era otra vida, se me empezó a ensanchar la cadera y a lucir más mujer. Ya no podía hacer más esos ayunos que hacía y yo me enojaba conmigo y con mi cuerpo, que no me respondía, pero a la vez, mi cuerpo me salvó, no le hizo caso a mi cabeza”, responde.

El libro narra fragmentos de esos años entremezclados con el vacío que dejó su padre al irse de casa cuando ella tenía seis años y una historia de amor sostenida a través de un teléfono que casi nunca vibraba y cuando lo hacía era de madrugada, como una llamada de socorro para vencer los fantasmas y poder dormir. “Eran espejos una cosa de la otra. La enfermedad, la historia de amor y la falta del padre”, resume. La belleza de la prosa desplegada permite atravesar semejante sufrimiento, narrado con gran honestidad.

Para la autora, la escritura de la novela, que comenzó en 2018, fue “una parte importante” de la recuperación porque le permitió entender algunas ideas que dieron vuelta en su cabeza durante años. Al aceptarse más, también se sintió menos culpable. “Estoy contenta con la persona que soy ahora y no sería la misma si no hubiese transitado este camino. Me llevé puestas a un montón de personas que sufrieron conmigo y fue muy horrible, pero a la vez hoy me siento muy querida, muy aceptada, muy fuerte y muy empática porque cuando salís de ese oscuro momento tan egoísta e individualista podés comprender la rotura de la gente porque vos la tenés, la tuviste”, destaca. Trabaja como contadora, pero en su tiempo libre escribe y lee con una voracidad asombrosa. Cada dos o tres días sube a su cuenta de Instagram la portada de un libro junto a un café con leche.

Durante la adolescencia, su mirada se distorsionó hasta el punto de no darse cuenta de que incluso la ropa de otras chicas muy delgadas le quedaba grande, pero sí podía percibir cómo los demás la miraban asustados. Confiesa que el miedo de mirarse en el espejo no ha desaparecido del todo, pero puede controlarlo: “Sé que es una operación de mi mente y me puedo agarrar de eso, puedo atravesar ese ratito de angustia y de obsesión y después vestirme. El fondo lo toqué hace mucho y ahora siempre voy subiendo, en pendiente hacia arriba”.

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