El aventurero del ‘Far West’ que pintó todas las aves de EE UU
Se publica en castellano el ‘Diario del río Misisipi’ del gran pionero de la ornitología y extraordinario artista John James Audubon
“Pusimos a punto nuestras armas y bajamos a tierra en Kentucky”. Quien escribe estas líneas en su diario tras descender de un bote con el que sigue el salvaje curso del río Ohio hasta el Misisipi y al que hace poco han adelantado dos indios osage en una canoa, es un individuo atractivo, de constitución robusta, perfil y mirada aquilinos y aire recio de hombre de la frontera. Carga en el brazo un rifle, viste (y huele) como un woodsman, un cazador y trampero de los bosques, porta un gran cuchillo al cinto, y luce una luenga y poblada cabellera abrillantada con grasa de oso. Se le podría confundir (y algunos espíritus románticos lo hacen) con Nathaniel Natty Bumppo, Larga Carabina, el protagonista de El último mohicano de James Fenimore Cooper, pero el sujeto lleva además un catalejo y un portafolio con papel, y útiles de dibujo. Y parece menos preocupado por los pieles rojas que por los pájaros. De hecho, observa con visible emoción a un hermoso ejemplar de águila pescadora y sonríe.
Es John James Audubon (1785-1851), naturalista, artista y aventurero, pionero de la ornitología, y una de las figuras claves y legendarias del estudio y clasificación de las aves (le debemos la identificación de 25 especies nuevas). Y en este momento, octubre de 1820, como muestra su Diario del río Misisipi (Nórdica, 2021), está inmerso en una de sus largas expediciones para cumplir uno de los objetivos más extraordinarios que se haya fijado persona alguna: ver, identificar y pintar directamente del natural y a tamaño real todos los pájaros de América, como él denomina a los EE UU que entonces se encuentran empujando sus fronteras hacia el agreste e ignoto Far West. Su ambiciosa empresa, que pretende “ensanchar el conocimiento ornitológico de mi país”, alcanzará el cenit con la publicación entre 1826 y 1838 de la monumental The birds of America, simplemente una de las realizaciones señeras de la ciencia, el arte, la curiosidad y el empeño y la obsesión humanos, y la obra más famosa de ornitología de todos los tiempos.
En ese libro sensacional, resultado de una existencia de peligros e incomodidades sin cuento por algunas de las regiones más salvajes de Norteamérica, Audubon plasmó, dotándolas de una vida inédita hasta entonces en el arte y con mucho sentido dramático (era un fan de La Fontaine), 489 especies de aves (en total 1.065 individuos), entre ellas cinco, o posiblemente seis, en la actualidad extintas, como la cotorra de Carolina, el único loro autóctono de EE UU. Publicarlo requirió años de esfuerzo artístico y comercial, innovaciones artísticas y la invención de técnicas nuevas de impresión y grabado. Denominado por su tamaño El elefante de Audubon, el libro final consistía en 435 láminas de las aves a tamaño natural que se imprimieron en Inglaterra al no haber nadie capaz de acometer el proyecto en EE UU y se vendieron por suscripción (entre los clientes estaba el rey Jorge IV, que tenía en alta estima al naturalista). Audubon pasó 12 años cruzando el Atlántico de un lado a otro para supervisar el trabajo y para promocionar la obra en los círculos de gente acomodada de la época, que disfrutaban de lo lindo con la estampa roussoniana del aventurero outdoorsman y las historias que contaba.
La última vez que se subastó un ejemplar de The Birds of America, en Christie’s de Nueva York en 2000, alcanzó 8,8 millones de dólares. Láminas sueltas de ejemplares desmembrados se pagan a 100.000 dólares. Las 435 acuarelas originales de Audubon se conservan en la New York Historical Society, junto a Central Park, precisamente un gran lugar de birdwatching hoy en día.
El Diario del río Misisipi, traducido por Lucía Barahona, que ha tenido que lidiar con la difícil papeleta de los nombres de las aves, cientos de ellos, tiene el atractivo de incluir, en una cuidada y preciosa edición, 64 láminas de pájaros de Audubon, entre los que se cuentan el tan famoso flamenco (aunque Stephen Jay Gould cuestionó la posición de la cabeza), el pelícano o el águila real con un conejo en las garras. El diario, que es sólo una parte de lo mucho que escribió Audubon durante sus viajes, ofrece una mirada sobre un período muy concreto de la vida del naturalista y el lector que no conozca al personaje puede quedar un poco desconcertado al no brindarse una introducción sobre el mismo o unas notas biográficas. A quien no esté interesado en las aves le puede parecer un poco lioso el baile de especies y algo repetitivas las recurrentes entradas con los nombres de las que Audubon se va cobrando. Sí, matando: hay que advertir también que para una sensibilidad actual resulta chocante sino perturbador que el personaje, tenido por uno de los introductores de la conciencia de lo precioso de la naturaleza en la mentalidad americana y que no hay duda de que amaba a los pájaros, se dedique a cazar a estos (y otros animales: hay que ver cómo torturan a una zarigüeya) a mansalva con su rifle. Era la única manera entonces (aparte de acudir, como hace Audubon, a los mercados) para obtener los especímenes que identificar y pintar.
Dicho esto, el diario está lleno de cosas interesantísimas: episodios sensacionales, descripciones de aves insólitas, como la cerceta de alas verdes (en cambio se hizo un lío con el águila de cabeza blanca); retratos de la sociedad de la frontera, con algunas gentes desheredadas y brutalizadas que viven como bestias y comen mapaches; pasajes muy literarios (verdadera prefiguración del Nature Writing, la liternatura, no en balde Thoreau fue un admirador de los escritos de Audubon) y otros en que el autor exprime sus sentimientos íntimos, desnuda su alma y explica cosas personales, así como fragmentos de su biografía, que a menudo mistificaba. Muchas entradas dan fe de su entusiasmo por la naturaleza: “He visto un oso, salí corriendo tras él sin propósito alguno”. Fue el del Diario del río Misisipi un viaje entre el otoño de 1820 y el invierno de 1821 en el que Audubon, como un Ulises del Far West, lo llegó a pasar muy mal. Atravesó momentos de verdadera penuria económica, casi miseria (se come los somormujos, que le saben a pescado), le dieron la espalda viejas amistades, fracasó en proyectos, corrió riesgos físicos, le robaron y todo el rato añoró mucho a su familia, su mujer Lucy y sus dos hijos, a los que estaba en parte dirigido el diario. Por otro lado, vio infinitos chorlitos dorados, grullas trompeteras, arrendajos azules, garcetas de Luisiana, sinsontes a porrillo y la oropéndola de Baltimore.
Nacido en la colonia francesa de Santo Domingo hijo ilegítimo de un próspero capitán de barco, comerciante y plantador casado de Nantes y una de sus amantes, que murió al poco de dar a luz, Jean Jacques Audubon fue adoptado por su padre y la esposa de esta (a fin de legitimarlo) y llevado de niño a Francia para su educación. Desde la infancia manifestó pasión por la naturaleza y por la pintura y parece haber sido alumno del mismísimo David. Enviado de adolescente a las propiedades de su padre en Pensilvania para hurtarlo a las levas napoleónicas, Audubon, convertido en John James, encontró allí dos amores, el de su vecina Lucy y el de los papamoscas fibí, pewee flycatcher o pioui. Para dibujar los pajarillos de forma que parecieran vivos el joven inventó un sistema con alambres que permitía ponerlos en posiciones naturales y que desarrolló luego.
Misteriosa mujer
A lo largo de su vida, Audubon conocerá muchos otros pájaros, de chochines criollos a urogallos, incluso “un pavo monstruoso de 14 kilos”, y alguna pájara: hay un episodio, precisamente en su viaje de 1820-21 en Nueva Orleans con una misteriosa mujer, Mme. André, que lo contrató para que la pintara desnuda, y luego le regaló un rifle, que ya es metáfora (en su novela sobre Audubon L’epervier d’Amerique, Claude Chebel reinventa con mucho erotismo la relación). En otro momento recala en casa de una dama que para su satisfacción “exhibió muchas costumbres francesas”. También conoció a una increíble cantidad de personajes famosos, desde Daniel Boone a Walter Scott (ambos sus ídolos), pasando por un joven Darwin, que asistió a una de sus charlas en Inglaterra, y a algún jefe shawnee. Sorprende ver que le parecía de lo más normal la esclavitud. Sus expediciones le llevaron muy lejos, a territorio de los mandan, los sioux y los pies negros, al remoto Fort Union, Misuri arriba, junto al Yellowstone; a ver osos, lobos, bisontes, wapitis, pumas y serpientes de cascabel, y dibujar y dibujar, pero también a quedarse varado sin recursos, como muestra el diario del Misisipi: en Nueva Orleans, alternando con su faceta de merodeador de los bayous, los pantanos —donde caza aves entre negros cimarrones y caimanes—, se dedica a la búsqueda desesperada de dinero para mantenerse, haciendo retratos y dando clases de pintura e incluso de música (es un buen chelista y flautista), baile y esgrima.
Audubon, al que le recuerda especialmente hoy la activa sociedad científica que lleva su nombre, no dejó de dibujar aves y de explorar en busca de ellas toda su vida, hasta que sufrió una demencia senil que le postró los últimos años, en los que perdió todo contacto con la realidad. Un amigo lo describió en su propiedad de Minnie’s Land, en el norte de Manhattan (convertida en Audubon Park), como un vieux monsieur con el largo cabello blanco cayéndole sobre la espalda, desdentado, su noble espíritu en ruinas como un Lear de la ornitología, y con la mirada de rapaz fija en el cielo. Es bonito pensar que seguía buscando pájaros, “las aves, mis queridas aves de América, que ocupan todo mi tiempo, y casi todos mis pensamientos”.
Babelia
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