És l’alegria la que em mou a escriure
La vitalidad cordial de este hombre ha sido ejemplar cuando se conoce los avatares de una vida que él metió entera en un buen puñado de libros
Había que verlo, grande como era: la risa empezaba a cabalgar en sus grandes manos abiertas y levantadas, ascendía por los brazos de yuntero, de labriego, de hombre de la obra, se instalaba en el pecho ensanchado y explotaba en la cara romana, ya plenamente senatorial, creciendo como sonrisa y reduciéndose a la nada en los ojos achinados, aunque reía sin ruido, o con un espasmo prolongado que apenas prorrumpía en ruido alguno. La vitalidad cordial de Joan Margarit ha sido ejemplar cuando se conoce —y sin conocer— los avatares de una vida que aquí no va a caber, pero él metió entera, por sus pasos, en un buen puñado de libros que alumbran una poesía sabia y veraz, valiente y tan analítica como cálida, sin ceder nunca al chantaje emocional.
La tentación de creer que el final se acercó más rápido al terminar su último libro es muy alta, pero no voy a incurrir en ella. Sería una forma de la superstición que desechó siempre Margarit como instrumento de conocimiento y de exploración del Animal de bosque que ha sido y que fue. Ese es el título de su último libro, terminado hace apenas dos o tres semanas, y mimado y revisado con el cuidado obstinado que no derrotó ni el cáncer ni la quimio, pero tampoco el hecho mismo de saber que iba a ser su último libro. Lo supo sin duda y lo asumió sin patetismo, como no hay rastro de patetismo en estos poemas finales, sino un aliento insólito, extravagante, poderoso hacia la celebración de la vida cuando la vida se acaba. Quien no asume la muerte es que no tiene ni idea de lo que es la vida, viene a decir uno de esos versos, que ahora no quiero ir a buscar en su literalidad, porque le hace justicia este modo de evocarlo.
Este libro estremecedor lleva dentro un rumor de muerte que lo atraviesa sin ensombrecerlo, sin cargar en los poemas la pesadumbre del final, sino la alertada, inquieta y vivísima acción de iluminar su propia vivencia: generoso, feliz en el hallazgo verbal, reflexivo sin amonestar a nadie e incluso sintiendo cumplido el sueño de entender, entender mejor. No ha nacido Animal de bosc como largo epitafio para sí mismo, sino como variación lúcida y vigilante contra sí mismo, cuando casi todo conspiraba para ceder a la modulación más sentimental, o incluso a la queja. ¿Quejarse, Joan? Nunca: no era el orgullo el que impedía que se quejase, sino la templanza, la sabiduría moral, la entereza de una vida asumida en sus quiebras íntimas y en sus celebraciones festivas: “L’alegria em ve de la pobresa”, como si ese fuese un blindaje definitivo y de por vida, como si ahí anidase una toma de tierra insobornable que nunca desactivaba ni como poeta ni como persona.
Por eso también “És l’alegria la que em mou a escriure”: conocer, descubrir con las palabras, comprender estuvo tan por encima de todo lo que a ratos podía producir la sensación de vivir la inteligencia como un desafío del corazón. Por eso la calidez de Mariona, de sus hijos Mònica y Carles, la memoria de Joana y el aliento vital de sus nietos está también en un libro que es canto y es elegía, como fue la vida misma de Margarit: extraordinaria persona, siempre incómodo y reticente con el papelón de poeta, y feliz con los dulces sarcasmos que su última popularidad escandalosa nos despertaba a los que más le queríamos con la risa, sí, y desde el corazón del bosque.
Babelia
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