Muere el poeta Joan Margarit a los 82 años
El premio Cervantes 2019, autor de poemarios tan leídos como ‘Joana’ y ‘Casa de Misericordia’, ha fallecido en Barcelona víctima de un cáncer
El verso tenía que salir de su interior, de sí mismo. Solo así serviría para dar consuelo a una persona cualquiera, “también la que está a 5.000 kilómetros; y además ha de valerle para cuando tenga 18, 45, 60 y 80 años siendo como se es personas distintas; porque, si está bien hecho, en un poema hay mil poemas”. Eso decía sobre su poesía clara, hija de la emoción, Joan Margarit, quizá el bardo más popular de las letras españolas contemporáneas. Fallecido este martes en Sant Just Desvern (Barcelona), víctima de un cáncer a los 82 años, fue capaz de obtener con títulos como Joana y Casa de Misericordia ventas más propias de las novelas. Creador de una obra plenamente bilingüe en catalán y castellano, ganó premios como el Reina Sofía de Poesía y el Cervantes, en 2019.
“En poesía no puedes hallar nada fuera; todo está dentro de uno y ahí hay también mucha porquería: rencor, cosas fatuas... Hay que saber encontrar lo bueno y, en un segundo estadio, transformarlo en palabras”, decía, seguramente fruto de la fórmula que él mismo se aplicó de niño, cuando se sirvió de la soledad para enfrentarse al dolor y al infortunio que le deparó haber nacido la madrugada del 11 de mayo de 1938 en Sanaüja (Lleida), a pocos kilómetros de donde se acababa de romper el frente de Aragón, inicio de la derrota final de los republicanos, bando al que perteneció familiar y espiritualmente.
La soledad, su simiente poética, nacería sin saberlo entonces, en esos tiempos de cambios constantes de residencias y escuelas, de la muerte de una hermana pequeña por falta de medicamentos en tiempos de carencias, incluidas las de una madre, maestra, poco dada a expresar su cariño y que el niño confundió con desamor. Margarit siempre dudó de que no lo hubiera heredado. “¿No responde mi poesía a esta dificultad por transmitir el afecto?”, se preguntaba en Per tenir casa cal guanyar la guerra (2018), sus francas memorias de infancia y adolescencia.
La otra chispa poética tuvo siempre fecha y lugar exacto en la memoria de Margarit: una noche de verano de 1956, frente a una ventana, en Santa Cruz de Tenerife, donde la familia se había trasladado dos años antes por motivos laborales del padre, arquitecto. Era un poema dedicado a una compañera de bachillerato: “El amor me hizo ser poeta, le escribí el único poema mío que me sé de memoria y el único que nunca he recitado ni recitaré en público”, declaró quien fue siempre muy generoso con la lectura pública, donde sobresalía por las modulaciones de una voz estentórea y franca, como su risa.
No había dudas en aquel momento: sus escritos eran en castellano, influido por una lectura intensa de Neruda, poeta que, decía, estuvo a punto de devorarle y del que le costó una década larga liberarse “de su influencia excesiva”. La relación con la lengua no era fácil. Lo dejó explícito en Siglo de Oro, poema de su último libro de versos, Un asombroso invierno (2017): “La Guerra Civil destruyó para mí a una serie de autores que me fueron impuestos por profesores terribles. Pienso en Quevedo, en Góngora… hasta en Cervantes: El Quijote era parte de haber perdido la guerra”, explicaba quien recibió un coscorrón en el Rubí de los años 40 de un señor en plena calle “por hablar en catalán”.
El episodio quedó ahí, quizá no afectó. O sí. El caso es que Margarit, con el catalán como lengua íntima y doméstica, empezó a escribir poesía en castellano, que culminó, con apenas 25 años, con la publicación de su primer libro: Cantos para la coral de un hombre solo (1963), aún de regusto nerudiano, si bien, en el elogioso prólogo que lo acompañaba, Camilo José Cela hablaba de un “surrealista metafísico”. Doméstico nací (1965), Crónica (1975) y Predicción para un bárbaro (1979) conformarían títulos señeros de una poesía “con cierto empaque” admitía quien, también arquitecto, en 1968 ya era catedrático de Cálculo de Estructuras de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona. Esa especialidad le llevó a participar en las obras de continuación de la Sagrada Familia de Gaudí, pero también, como le encantaba recordar, en la rehabilitación de los precarios edificios de la emigración de los años cincuenta y sesenta en Sant Roc, La Pau o el Besòs, donde, subrayaba, conoció “a gente humilde fantástica”.
Càlcul d’estructures, puro dolor, fue el título que en 2005 le puso a uno de sus mejores poemarios (premio Serra d’Or), en la cúspide de su trayectoria como bardo de las letras catalanas contemporáneas. El cambio de lengua se había producido, tras casi dos décadas de escritura en castellano, a principios de los años ochenta, después de que el poeta Miquel Martí i Pol, de quien Margarit traduciría Estimada Marta al castellano, le animara a escribir catalán. La propuesta coincidió con que él vivía su producción poética “en un estado de insatisfacción”, lo que se traduciría en una futura obra sin casi poemas de juventud. En cualquier caso, saltó al catalán a partir de L’ombra d’altre mar (1981). “Toda catedral se construye a partir de una cripta y ahí estaba la mía. Yo empecé a escribir a los 16 años, pero hasta los 40 no alcancé mi propia voz: ningún gran poeta lo ha sido si no ha escrito en su propia lengua”, resumía en una metáfora propia de su profesión.
El Margarit poeta entró en erupción. Todo parecía encajar; de golpe, asomaban los recuerdos de los libros de poesía china que su padre tenía por casa: Tu Fu, Lao-Tse… “Aquello de la luna, el río y uno... me quedé…”, evocaba Margarit, versos de donde aprendió la concentración textual; también afloró el Jacint Verdaguer que su abuela recitaba de memoria y que a él le fascinó por esa conocida soledad inmensa que destilaba la obra del poeta. Y, claro, el Joan Maragall para quien el centro del poema es el otro. Así, Margarit publicó seis libros en apenas cuatro años, todos cargados de “exceso de entusiasmo poético”, algo que empezaría a remitir a partir de Mar d’hivern (1986), premio Carles Riba. Él, Carner, Foix y Joan Oliver conformarían las lecturas e influencias más directas, cosidos todos por otro de los temas recurrentes en su poética: su aislamiento.
Dos poemas en el bolsillo
Margarit llevaba siempre en sus bolsillos un poema en curso. “Dentro de una semana, a lo sumo, llevaré dos, que será el poema en castellano, pero no es una traducción: ambos hacen su camino; la chispa que inspiró el primero la continúo en el otro; en el largo camino de su versión final detectaré errores en uno u otro que modificarán ambos; eso sí, el primero siempre sale en mi lengua”, afirmaba. Y con esa metodología, desde principios de los noventa encarriló su madurez poética, con títulos como Estació de França (1998, en edición directamente bilingüe) o Joana (2002), el que solía recomendar a quienes se iniciaran en su poesía, reflejo de la muerte de su hija y de las pocas veces que escribió raudo: “En caliente, no, al rojo vivo lo hice: si en ese momento de dolor la poesía no me servía, sabía que no escribiría ya nunca más”, se justificó.
Con los años, los versos de Margarit se hicieron más descarnados, acortando más la distancia entre vida y obra, entre la persona y el poeta, con la máxima humildad retórica de que era capaz, dándole esa pátina de autenticidad que se tradujo en un sinfín de lectores, simbolizados en uno que hace unos años se le acercó en un museo madrileño tras reconocerle y que le dijo que sus versos le habían salvado en un momento muy difícil de su vida. “La poesía y la música”, decía el poeta, “son las principales herramientas de consuelo de las que el ser humano dispone en su soledad, esa soledad a la que está siempre abocado, aunque disponga de sus seres queridos más próximos, el primer cinturón de los afectos”.
El reconocimiento popular y literario de Margarit tuvo dos años clave: el primero, en 2008, cuando Casa de Misericòrdia, pura tristeza, aunaba tanto el premio Nacional de Poesía nacional y el de la Generalitat. En 2019 llegarían los dos reconocimientos mayores de la casi veintena que cosechó: el Reina Sofía y el Cervantes. Si bien de este último era el quinto autor catalán en obtenerlo, era el primero plenamente bilingüe, catalán y castellano, desde aquel Estació de França. Explicó, como siempre con sencillez, su caso. “Una es materna; la otra es adquirida y la quiero: no voy a renunciar a las dos lenguas, digan lo que digan los políticos”, dijo cuando el fallo del galardón, ante quienes querían ver también una lectura política de su concesión en plena distensión de las relaciones entre Cataluña y España por el procés. Siempre de espíritu independiente, y aunque en 2010 planteó en su pregón de las Fiestas de la Mercè de Barcelona que quizá Cataluña debía “cambiar profundamente la relación con esta España”, el presidente de la Generalitat tardó un día en felicitarle por el Cervantes.
Margarit relativizó el incidente, feliz en una poesía que le protegía como una casa, paralelismo que siempre hizo entre ambos conceptos desde un consejo que en su momento le diera su prestigioso colega José Antonio Coderch: “Una casa no debe ser ni independiente, ni hecha en vano, ni original, ni suntuosa”. Y él añadía: “Siempre he pensado eso mismo de la poesía”.
Tampoco lamentó que el coronavirus impidiera que se le hiciera entrega ceremonial del Cervantes ni dar el discurso (“Ahora hay cosas más urgentes en las que pensar que en entregar un Cervantes. En los hospitales, por ejemplo”, decía el pasado abril, ocho meses antes de recibirlo de manos de los Reyes en un acto privado). Y mucho menos le preocupaba la muerte: “La has de esperar y ya está. No es ninguna ceremonia importante. Hacer un poema es mucho más difícil que morirse. No lo puede hacer todo el mundo, un poema. Morirse está al alcance de todos”.
El lector de Margarit puede acudir ahora, en su ausencia, a los versos de un poema de Joana: “La muerte no es más que esto: el dormitorio, / la luminosa tarde en la ventana, / y este radiocasete en la mesita / -tan apagado como tu corazón- / con todas tus canciones cantadas para siempre. / Tu último suspiro sigue dentro de mí / todavía en suspenso: no dejo que termine”.
Babelia
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