Elogio de la salud
Un recuerdo de los días felices del poeta Joan Margarit, fallecido en Barcelona
Sale fresco de la ducha, los tenis blancos, la toalla recién doblada, la mano en alto, el saludo. El poeta describe la felicidad y la representa. Todo lo que salpica y está fresco le llama la atención; sale de la piscina azul como quien regresara de una terma griega, se come el mundo, está tan de acuerdo con su cuerpo que hasta su risa, que es abundante, comprensiva, de las risas que miran, parece un regalo que ha ido preparando para que quien le espera tenga buenas noticias de su ánimo. Se frota las manos con el regocijo de un niño, como si aplaudiera el pasado y a la vez lo tachara.
En esos momentos de alegría todo es presente en el poeta, está preparado para cualquier batalla, aunque esta sea la de volver a la pasión de nadar en Sanahuja o en las orillas adolescentes de Tenerife. En ese esfuerzo natural por ser a la vez todos los que ha sido en tiempos de plenitud, este hombre recuerda a la vez la guerra y la paz, la mezquindad y la alegría. Sin rencor ni añoranza, sino como quien pinta un autorretrato en el que está mirando una sombra que no lo va a sepultar. Es tan feliz, tiene tanta vida por delante, aunque el almanaque dibuje sin reposo su traición. No hay más remedio que verle saludable para siempre, aplaudiendo su edad ante un grupo de gente en Luz de Gas, adonde ha llegado para recibir con Mariona la sorpresa de su hija Mònica y el abrazo cantado por Serrat y Paco Ibáñez. En la casa descorre el cristal; recuerdos que son heridas, lágrimas más que palabras. Sus versos están hechos de esos cristales rotos. Pero no hay sangre en el dolor que le queda, ni resignación, sino voluntad de construir una vida entera. En el coche que maneja muestra la destreza de un carácter fuerte, así que también en ese gesto cotidiano de vencer la carretera es de nuevo el saludable atleta que ha vencido la distancia que le imponen el agua y los años.
Joana es el recuerdo que le visita siempre, igual que viene a su encuentro la tierra que fue el nido de su adolescencia. “Y fue en aquella isla, no en mi patria, donde encontré mi hogar. / Década del cincuenta. Tenerife. / Es el único sitio de mi vida / al que ahora deseo regresar”. Junto a la piscina, rodeado de ropa blanca, escala sin palabras (ni esfuerzo) la falda del Teide, mira los tejados de Santa Cruz, se fija en los pantalones de dril de aquel tiempo y recorre ese lugar que añora con el entusiasmo de un atleta quieto. Está en Sant Just Desvern. Su casa terrera, donde limpia los platos de su mediodía frugal, es el territorio firme de sus años, pero al lado de la metáfora en la que está ahora (la isla) no tiene nada que hacer ese territorio. “Vivo en este país tan familiar y serio / que guarda las cenizas de los que me han amado. ¿Por qué no pudo nunca ser tan acogedor?”.
La poesía está en los nudos morenos de sus manos, y en los ojos habita una ansiedad alegre, como si resucitara el muchacho que fue. El recuerdo lo viene a ver a esta hora de la tarde y él le dice que no con la mano; no perturbes que estoy hablando. Habla hacia adentro, la vida es su poesía a estas horas, en este tiempo. “Surge de la vida, que también es sucia, ruidosa, fea”. El periodista le pregunta, cuando él ya recoge todo lo que le perteneció a la orilla del agua, si en este libro, el penúltimo, siempre era el penúltimo, estaban ya todos sus poemas, de los que entonces hacía recuento. Su voz era la metáfora del año en que estamos, y con esa música que la gente recordará ahora de cuando dijo sus últimas palabras, para agradecer el Cervantes, se expresó así: “Creo que sí, que son los últimos. Solo quedan por explicar los que estoy escribiendo ahora, la despedida. No es que sea pesimista, pero tengo ochenta años, no voy a iniciar una nueva vida; iré haciendo mi despedida, larga o breve, pero conceptualmente está muy claro”. Cuando se levantó de la mesa ya tenía la edad en que se empezó a despedir Joan Margarit. Sin ruido, con honor, con la salud de su alegría.
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