Caperucita Roja bailaba ‘soul’
La acción de ‘Red Riding’, en novela y cine, coincide con la clandestina eclosión del ‘northern soul’
Seguramente habrán leído algo sobre la Red Riding Trilogy. Otro asunto será haberla visionado: a pesar de estar disponible en Filmin y Amazon Prime Video (y a la venta en DVD), aquí ha pasado relativamente desapercibida. Imagino que no encaja en las actuales pautas de consumo de series: son tres largometrajes autónomos, lo que explica algunos caprichos del casting. También difieren en realización, aunque predominan los ambientes claustrofóbicos.
La trilogía solo cubre tres de los libros del Red Riding Quartet; el presupuesto de Channel 4 no daba para filmar las cuatro entregas de David Peace sobre una oleada de desapariciones de niñas, el “destripador de Yorkshire”, la corrupción en la policía local. Tengo problemas con la inclinación de Peace por las conspiraciones truculentas y su caracterización de los poderosos de Yorkshire, aquí a veces retratados con rasgos porcinos, servidos por unos policías directamente sádicos. Al igual que suele ocurrir con James Ellroy, parece como si, en el ardor del proceso de escritura, perdiera el control de sus personajes, ya me entienden.
Estamos ante una historia de pesadilla, cierto, apenas aliviada por la humanidad de algunos personajes y por la inclusión de joyas del soul. Estas resultan más pertinentes de lo que parece: el destripador cometió 13 asesinatos (y falló en otras tantas ocasiones) entre 1969 y 1981. Es decir, coincidió con el auge del northern soul en aquellas tierras.
El soul norteño, ya saben, fue un fenómeno extraordinario. Surgido de la subcultura mod, ofrecía un sentido de comunidad en zonas devastadas por la desindustrialización, con el declive de la minería, el cierre de las fábricas textiles, la crisis del automóvil. Multitudes de jóvenes que se juntaban en clubes para bailar con los discos más obscuros del soul de los sesenta, soberanamente ajenos a las tendencias que triunfaban en el resto del mundo. Una pasión total: recorrían centenares de kilómetros para asistir a sesiones en Blackpool o Wigan. Despreciaban el riesgo de coincidir con el homicida: más de una víctima acudía a antros donde sonaba aquella música.
He revisado la Red Riding Trilogy para comprobar si hay más pistas musicales. Y no, excepto que uno de los secundarios, un abogado decente y marginado, se declara adicto al soul. No encuentro referencias en pantalla al prolongado asedio de la policía de West Yorkshire contra aquel mundillo, primero por el uso de anfetaminas y luego por su impiedad: la campaña estaba dirigida por cristianos fundamentalistas que alegaban que los all-nighters del fin de semana violaban la santidad del domingo, día teóricamente dedicado a honrar a Dios. Un cuerpo policial tan lleno de meapilas que, allá por 1978, cuando el destripador pasó a matar chicas no implicadas en la prostitución, el portavoz se indignó ante “el asesinato de inocentes”.
Finalmente, el destripador de Yorkshire resultó ser un camionero, sin conexiones con el northern soul. El movimiento continuó, aunque sufrió un cisma cuando Ian Levine y otros pinchadiscos optaron por añadir funk y soul moderno. Una historia áspera, con homofobia y amenazas, que merecería otra película.
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