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Crítica | La camarista
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La cárcel del trabajo

Hay algo fascinante en la lucha de esa mujer enfrentada a la impersonalidad de la condición humana, en un interior que no es sino una forma de cárcel

Javier Ocaña
Gabriela Cartol, en 'La camarista'.
Gabriela Cartol, en 'La camarista'.

El universo interior del ser humano, sus dudas, congojas, desafíos y éxtasis, no pocas veces depende de su actividad laboral. Póngase usted a ver a un trabajador durante su jornada, minuto a minuto durante horas un día tras otro, en su soledad y en sus relaciones, con los que están en su nivel y con los de arriba, aguantando el chaparrón y vislumbrando sus ilusiones, y tendrá el corazón y sus tripas, empezará a conocerlo un poco mejor. Quizá más en determinados trabajos; y seguro que aún más si es una mujer en un país donde reine el machismo. La camarista, interesante ópera prima de la mexicana Lila Avilés, adopta esa fórmula: el seguimiento exhaustivo, cámara pegada a su piel, sin sentimentalismos ni juicios de valor, de una empleada de un gran hotel dedicada a las habitaciones, a su limpieza y a su orden, con tiempo límite y en condiciones precarias.

LA CAMARISTA

Dirección: Lila Avilés.

Intérpretes: Gabriela Cartol, Teresa Sánchez, Agustina Quinci, Alán Uribe.

Género: drama. México, 2018.

Duración: 102 minutos.

Obra de pequeños gestos físicos que acaban definiendo personalidades y ambientes, incluso clases sociales, La camarista está visualizada a través de una fotografía de corte frío y desangelado que acrecienta el ambiente glacial de esos grandes mastodontes de habitaciones impolutas y aislamientos personales, donde reina el egoísmo, la excentricidad y el desprecio habitual de los clientes, y no pocas veces por medio de planos fijos en (no) lugares feos, las esquinas del hotel más desfavorecidas: montacargas, pasillos interiores, lavanderías. Y, como único contraste ante el gris blanquecino de la imagen, un vestido rojo que la protagonista ha encontrado olvidado en uno de los cuartos, que ejerce tanto de secuencia recurrente ante el desvarío de la reglamentación interna y del engaño de la solidaridad, como de contrapunto de color, encarnado de emociones, en una vida desapacible.

Pese a la reiteración de acciones practicada por Avilés de un modo deliberado, y al, solo en principio, poco interés de las situaciones, por cotidianas, hay algo fascinante en la lucha de esa mujer enfrentada a la impersonalidad de la condición humana, en un interior que no es sino una forma de cárcel. Hasta la salida de cada día, justo en el último segundo de la película, el único instante de luz en que se ve una calle.

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Sobre la firma

Javier Ocaña
Crítico de cine de EL PAÍS desde 2003. Profesor de cine para la Junta de Colegios Mayores de Madrid. Colaborador de 'Hoy por hoy', en la SER y de 'Historia de nuestro cine', en La2 de TVE. Autor de 'De Blancanieves a Kurosawa: La aventura de ver cine con los hijos'. Una vida disfrutando de las películas; media vida intentando desentrañar su arte.

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