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GOYAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Celebración artística o mitin electoral

Creo que la Academia respiró tranquila al poder conceder la parte del león a su deseado Pedro Almodóvar

Pedro Almodóvar recoge uno de los premios Goya que ganó el sábado.
Pedro Almodóvar recoge uno de los premios Goya que ganó el sábado.ALEJANDRO RUESGA
Carlos Boyero
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Casi siempre supone una prueba de resistencia, de amodorrada paciencia, de anhelar la llegada del final, algo tan fatigoso como ver en soledad la mayoría de las ceremonias y galas dedicadas a premiar a los mejores del año en las diversas manifestaciones artísticas. Solo veo por estricta obligación profesional los Goya y los Oscar y generalmente termino agotado. Si supiera manejar mi muy inteligente televisor (asegura él) podría grabar estas trascendentes fiestas y contemplarlas posteriormente. Eso me permitiría algo tan higiénico como saltarme gran parte de las emocionadas dedicatorias de los galardonados.

A veces suben tres o cuatro al escenario y puedes empezar a temblar cuando alguno de ellos inicia su discurso con un esperanzador: “Voy a ser breve”. Son los más pesados. También me aparece una mueca cada vez que los premiados destacan el maravilloso arte de sus competidores. Sería formidable pero poco humano que alguien se limitara a recoger su estatuilla, dar educadas gracias y largarse. O que dijera: “Felicito a los académicos por haber sido lúcidos, ya que mi trabajo en la película es excelente”. Pero eso no ocurre nunca y luego pasa lo que pasa. Que la ceremonia dura insufriblemente tres horas y media. Y podría haber sido mucho más si en Televisión Española no se hubiera abolido desde hace tiempo la publicidad convencional. Creo que solo existió un bloque de autopromoción. De no ser así, nos hubiera pillado el amanecer escuchando conmovidas, entrañables e infinitas dedicatorias.

También escucho loas a la tolerancia, el derecho a amar a quien te dé la gana, el empoderamiento, el antifascismo, los refugiados, la lucha contra la tiranía y el abuso de menores, todo el conveniente decálogo social. Vale, la gente normal estamos de acuerdo con eso, pero puede resultar aburridísimo confundir esa celebración artística (o lo que sea) con previsibles mítines electorales.

Y entiendo y admito que el cine español siempre ha sido una gran familia (dicen ellos), pero sus protagonistas no deberían hacer generalizaciones incluyendo a todo cristo en sus convicciones y deseos. Por ejemplo, el muy sensible y excelente compositor Alberto Iglesias afirma con emoción que el cine de Almodóvar nos ha hecho más libres a todos. Disiento. Mi grado de libertad no le debe nada al arte de ese señor. Y Almodóvar asegura que si a Pedro Sánchez le va muy bien en los próximos cuatros años, nos irá muy bien a todos. Creo que su certidumbre es discutible, o negociable. Qué manía la de querer integrar a todos en su yo. O sea, cada uno es de su padre y de su madre. O de nadie. Ojalá que los desfavorecidos puedan respirar un poco, pero lo único que tengo claro es que le irá muy bien a los de siempre, tan colegas ellos del poder antiguo o nuevo.

¿Y los premios? Bueno, a la persona que más deseaba ver en el escenario era a Pepa Flores o Marisol. Estuve enamorado de ambas. Esta admirable señora no apareció. No debe de creer en el eterno o puntual retorno. Hace mucho tiempo le dijo adiós a todo eso y lo cumplió. Ni honores, ni fama, ni dinero, ni leches. Una persona tan digna como consecuente. Y como tantas veces, no acerté en el reparto con las películas que más me han gustado. Hubo premios muy justitos (bendito sea el concedido a Belén Cuesta) para las angustiosas y poderosas La trinchera infinita e Intemperie. Y varios tirando a menores, aunque el galardonado Eduard Fernández sea uno de los tres o cuatro mejores actores de este país; para la muy estimable Mientras dure la guerra, en la que Karra Elejalde hacía una composición memorable.

Creo que la Academia respiró tranquila al poder conceder la parte del león a su deseado Pedro Almodóvar, al que lógicamente, por razones obvias relacionadas con la calidad (y en el caso de Los amantes pasajeros solo funcionaba la vergüenza ajena) no habían podido conceder su amor desde la muy buena Volver. Dolor y gloria se lo ponía fácil a sus deseos. Es autobiográfica, intimista, presuntamente dolorida, sentida y trascendente. Hay cosas en ella que incluso me gustan a mí: la recreación de su infancia, la evocación de la madre (es verdaderamente emotiva la secuencia entre la magnífica Julieta Serrano y Banderas), la cinefilia y el despertar sexual del crío, el brillante desenlace de la historia. Pero permanezco indiferente o cansado ante la personalidad de ese creador que se siente seco, su depresión, su acorralamiento íntimo, su soledad, su reencuentro con una amistad y una colaboración profesional que se torció, con el antiguo amante que nunca dejó de desearle, con la heroína como remedio para cauterizar el dolor interno y externo y que proporciona un nirvana provisional. No soporto al personaje, me parece tan envarado, pretencioso y falso como casi siempre. Pero reconozco que Banderas interpreta muy bien a Almodóvar.

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