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Luis Mateo Díez, Premio Nacional de las Letras 2020

El leonés asegura que sus propios personajes han compaginado en la ficción esos deseos reales suyos de contar con compañía: “Yo estoy hecho por los amigos”

Luis Mateo Díez, este jueves en su casa en Madrid.
Luis Mateo Díez, este jueves en su casa en Madrid.Samuel Sánchez
Juan Cruz

Al descolgar el teléfono, en la tarde en que ya era Premio Nacional de las Letras Españolas, Luis Mateo Díez (Villablino, León, 78 años) le dijo a EL PAÍS cuál es la esencia de su vida: “Yo estoy hecho por los amigos”. Había recibido ya muchos de los parabienes, urbanos o rurales, de los que son esos incondicionales suyos cuya relación no está marcada por los libros sino por un afecto que él administra como un tesoro. En realidad, el autor de El reino de Celama (región inventada en la que se desarrolla casi toda su obra) fue un adolescente que soñó con matar a Franco, pero que pronto sintió que su vida debía ir más por los derroteros pacíficos que le han procurado cientos de amigos que le han ayudado a cumplir el deseo “de no quedarme solo”. Sus propios personajes (perplejos, pícaros, pero también extraviados y necesitados de afecto) han compaginado en la ficción esos deseos reales suyos de contar con compañía. “Siempre ha habido una amiga que me quiera o un amigo que me acoja, de modo que lo que en realidad tengo en la vida son deudas porque no me han dejado nunca solo”.

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Aunque esos pícaros (como los que andan por Camino de perdición) “están ahí". Y desgrana: “Constituyen mi propia mirada al ser humano, a la condición humana… Los he conocido, en cierto modo, porque yo he andado siempre también un poco salido de la vida, así que algunos me han cogido por banda y por tanto he sufrido muchos embarques”. ¿Y eso? “Sí, que he conocido mucha gente interesada que necesita apoyos tuyos y quieren que tú formes parte de su mundo estrafalario”. Esa geografía humana se mezcla con Celama para dar de sí historias disparatadas que son la fuente de mis novelas… Yo me he contagiado un poco de este tipo de personas, así que no te creas que no he perdido yo también un poco la olla, sobre todo cuando era joven. Yo siempre he estado abierto a que me saquen de casa y me lleven por ahí, y de esas andanzas también viene la sustancia estrambótica de mis libros”.

Por ejemplo, de este último, Los ancianos siderales (Galaxia Gutenberg)… “Exactamente… Yo ahora soy ya un anciano que pierde la olla, pero en mi caso con cierta exaltación jocosa, con una vitalidad medida, ¡no te vayas a pensar que he sido o que soy un viejo verde!”. Al contrario, ha sido un funcionario consciente de su oficio, como parte del Municipio (como él llama al Ayuntamiento de Madrid, del que ya es jubilado). “Bueno, yo he sido siempre un hombre con convicciones y compromisos ideológicos; ya saben algunos que de adolescente quise matar a Franco…, pero aparte de ese devaneo, además de mis actitudes rebeldes de aquella etapa, he asimilado valores, maneras de ser que poco a poco me llevaron a la convicción de que la felicidad es un camino a la tranquilidad y al sentido común, a la generosidad y a la bondad. En esto soy un poco ruso: siempre me interesó más la bondad, que es la parte buena del ser humano, que el bien, que es algo de lo que abusan los totalitarios… Esos ancianos siderales tienen algo de mí, en efecto… Cuando uno se hace mayor manifiesta necesidades un tanto estratosféricas, que a estos ancianos los hace aparecer inquietantes y también divertidos”.

Un amigo divertido Mateo. De ello dan fe algunos de los muchos que tiene. Dice Ángeles Encinar, profesora, crítica literaria: “Su honradez y su generosidad nos ayudan a creer en el ser humano: su amistad es un regalo. Y es el mejor prosista actual, cuya visión del ser humano va de la infancia a la vejez, de La gloria de los niños a Los ancianos siderales…” Y dice Manuel Longares, otro inseparable amigo, que Mateo (todos lo llaman Mateo) hace del cultivo de la amistad “una relación fraterna y solidaria. No existe en él un comportamiento egoísta o interesado. Como escritor, en él hay voluntad de estilo, sentido del humor y una exhibición del idioma casi siempre deslumbrante”.

Otro gran amigo suyo, José María Merino (con Juan Pedro Aparicio y Mateo, el trío de leoneses que irrumpió en los ochenta en la literatura española), dice que Celama es la base de “una elegía, nada nostálgica, de la desolación, que solo puede paliarse (…) gracias a la imaginación de tantos seres vivos y bullentes. Frente a los dioses implacables que nos han arrojado a esta existencia incomprensible, que es siempre una suerte de interminable posguerra, Luis Mateo Díez crea sus criaturas como un reflejo y una especie de consuelo, para mayor gloria de esa ficción que nos permite aclarar mejor las tinieblas de la realidad”.

Un retrato del Nacional de las Letras estaría incompleto si a las palabras que dicen él y sus amigos sobre su vida o sobre su literatura no se añade lo que, sin palabras, dice también su risa.

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