Un acto de amor y resistencia
El cineasta portugués Pedro Costa continúa con su profunda y poética indagación, premiada en Locarno, en la vida de los inmigrantes caboverdianos
El paisaje del cine de Pedro Costa es el de las paredes sucias y desconchadas de las chabolas donde encuentra y trabaja con sus personajes. No es un paisaje rural ni tampoco urbano, es un espacio cerrado, abstracto y laberíntico, de escaleras de cemento y puertas de lata, donde una cimentación bajo mínimos funciona como el elocuente umbral desde donde se asoman sus machacadas criaturas. Todo ocurre en el subsuelo de Lisboa, aunque podría ser el de cualquier otra ciudad del mundo. Allí donde inmigrantes, drogadictos y sin techo —"hombres rotos y ebrios de todas las edades", dice el director— deambulan como fantasmas alejados de la luz. En Vitalina Varela, su última película, premiada con el Leopardo de Oro en Locarno, festival en el que la actriz del filme obtuvo el máximo galardón, las paredes y ventanas cobran aún más relevancia porque el duelo de Vitalina, que ha llegado a Lisboa en plena noche para enterrar a su marido, desemboca en un diálogo solitario, furioso y siempre digno, con esos muros que le hablan de una vida que no ha llegado a conocer.
Costa presenta a su heroína en una secuencia magistral: la mujer es una poderosa sombra que baja descalza las escaleras del avión dejando un rastro húmedo entre sus piernas, mientras las mujeres de la limpieza del aeropuerto la reciben a pie de pista. Le susurran que llega tarde, que el entierro ya ocurrió y que la casa no es su casa. Pero ella, rotunda, sigue su camino para encerrarse en el cuchitril que la enfrentará a su fracaso. Una catarsis de vida no vivida en la que cuatro paredes mugrientas funcionan como losas pero también como alas, las dos caras de lo que pudo haber sido y no fue la historia de amor de Vitalina.
El método de trabajo de Costa es conocido, sus películas son colectivas y azarosas, se construyen de forma espartana y sin prisa. Los actores naturales que trabajan con él le cuentan sus historias y pactan un guion de trabajo que hurga en sus experiencias vitales. Se interpretan a sí mismos con la solemnidad de una puesta en escena teatral pasada por ese filtro expresionista que ahonda en sus vidas sonámbulas. Costa reconstruye sus historias a través de íntimos monólogos y crípticos silencios.
Vitalina aparecía en su anterior filme, Caballo dinero (2016), y la descarga eléctrica de su presencia no podía ser episódica. Vitalina nació de la mano de Ventura, como Ventura nació de la de Vanda hasta crear un star system de olvidados: albañiles, yonquis, mendigos y, ahora, mujeres de la limpieza explotadas. El cine de Costa, su a veces intimidante radicalidad, depende de estos diamantes en bruto cuyos relatos se abren paso para recordar que están ahí y existen. Elevada por la aventura cinematográfica en la que se inscribe, aunque sin alcanzar la cumbre de En el cuarto de Vanda (2000), la extraordinaria fuerza de Vitalina Varela arrastra al espectador hasta su emocionante final.
En un ciclo del Reina Sofía dedicado al legado cinematográfico de Margarida Cordeiro y António Reis, se citaba una frase del célebre director de la Cinemateca Portuguesa João Bénard da Costa sobre una obra que a su juicio era “uno de los grandes actos de amor y creación que el arte portugués nos ha dado… una de las escasas piedras del camino que nos puede ayudar a reencontrar la dirección”. Hace ya más de dos décadas que el alumno más aventajado de Cordeiro y Reis vislumbró su propio destino, con una poética hija del punk y de John Ford (en sus palabras, el más experimental de los cineastas) y que ahora, con Vitalina Varela, da un paso más en ese acto de amor y resistencia que es su cine.
VITALINA VARELA
Dirección: Pedro Costa.
Intérpretes: Vitalina Varela, Ventura.
Género: drama. Portugal, 2019.
Duración: 125 minutos.
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