En la muerte de un gran historiador, de un gran hispanista
Joseph Pérez fue parte de una brillante generación de grandes hispanistas franceses
Joseph Pérez es uno de los últimos representantes de la brillante generación de grandes hispanistas franceses del siglo XX, que por razón de edad nos van abandonando, como lo hiciera también muy recientemente el llorado Bartolomé Bennassar. Los aspectos más señalados de su biografía y sus aportaciones más relevantes al conocimiento de la historia moderna de España son bien sabidas, aunque tal vez deban mencionarse algunas de las más destacables.
Muere el historiador Joseph Pérez, gran estudioso francés de la España moderna y la leyenda negra
Nacido en Francia en 1931 en el seno de una familia de emigrantes valencianos, hablaba cuando podía de la extraordinaria alegría que le supuso su nombramiento en 2007 como hijo adoptivo de la ciudad natal de sus progenitores, Bocairente (Bocairent, decía siempre para acentuar su valencianidad). Su vocación por la cultura y la historia de España le llevó a defender su tesis doctoral en 1970 sobre un tema tan hispánico como La revolución de las Comunidades de Castilla, 1520-1521 (publicada en 1977), donde (desde el propio título) ya daba muestras de su talante racionalista y progresista, al considerar las Comunidades como una revolución moderna y no como un movimiento retardatario como escribieron muchos de los historiadores que le precedieron.
Esta característica de su pensamiento volvió a aparecer en sus obras posteriores, donde su espíritu crítico se manifestaba al defender algunos episodios de la historia de España de las tergiversaciones negativas (por ejemplo rechazando tajantemente la calificación de genocidio para la conquista española de América), pero también al mantener sus distancias frente a las visiones hagiográficas recaídas sobre algunos personajes “oficiales” de la historiografía nacionalista, por ejemplo discutiendo la legitimidad de Isabel la Católica para reivindicar el trono de Castilla o la actuación de Carlos V frente a su madre, doña Juana, o bien señalando las luces y las sombras de la actuación del cardenal Cisneros o poniendo en su justo medio la figura de Felipe II entre los que le calificaron como “demonio del Mediodía” o los que le quisieron convertir en un galante y gozador príncipe del Renacimiento (como puede verse en su reseña de la biografía del soberano escrita por Henry Kamen). Y del mismo modo procedió al hablar del espinoso tema de la Inquisición, de la expulsión de los judíos (y su corolario de criptojudaísmo, procesos de limpieza de sangre contra los conversos, o histérica, amén de absurda, teoría de la conspiración judeomasónica del dictador Franco), o de la personalidad de Teresa de Ávila, una de sus últimas producciones.
No hay que seguir repasando su extensa bibliografía, que no sólo se ocupa de la España de los Reyes Católicos y de los Austrias, sino que arroja inteligentes miradas sobre el Siglo de las Luces o sobre la América hispana. Hay que señalar, en cambio, su labor como director de la Casa de Velázquez de Madrid (1989-1996) o su vinculación a la inolvidable Maison des Pays Ibériques de Burdeos. Y también, finalmente, que su impagable contribución le fue reconocida en vida en nuestro país (tan desagradecido en otros casos), entre otras distinciones con su ingreso como correspondiente en la Real Academia de la Historia y con la concesión de la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio y del Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en el año 2014. Sin duda le echaremos mucho de menos.
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