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EL INMADURO
Columna
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Números

Ser escritor también consiste en ver morir a otros escritores

Manuel Vilas
Roberto Bolaño, en una imagen de archivo de septiembre de 2001.
Roberto Bolaño, en una imagen de archivo de septiembre de 2001.

Ser escritor también consiste en ver morir a otros escritores. Cumplir años es ver cómo otros dejan de cumplirlos, y saber que tú, algún día, serás el que dejes de cumplirlos. Nada que no ocurra en todas partes, lo mismo les pasa a los albañiles, a los médicos, a los taxistas, a los jueces. Hace unas semanas, en pleno agosto, murió el escritor malagueño Pablo Aranda, a los 52 años. Pablo era un tipo maravilloso. Revisé con mucha tristeza los últimos guasaps que nos intercambiamos y miré las fechas. Me quedé leyendo esos mensajes como alguien se quedará leyendo los míos cuando me encierren en un número.

El primero en decirnos adiós desde un 5 fue Roberto Bolaño, que murió en el 2003, con 50 años. Hace poco lo hizo Julián Rodríguez, que se fue con 52. Otros se marcharon sin llegar al 5, como Francisco Casavella, que murió con 45 años. Grande es nuestra obsesión, pues lamentamos la muerte no porque nos robe los días de gozo y de dicha en este mundo sino porque nos roba los libros que nos faltaban por escribir. Si ya no te falta ningún libro, puedes morirte tranquilo, así de infantiles somos, como si eso importara.

Los 40 años más misteriosos de la historia de la literatura son los de Kafka, pero ahora pienso que los 90 años de Gil-Albert también me producen una honda sensación de misterio

Cervantes terminó la segunda parte del Quijote y se murió, como si eso constituyera una trama y un sentido. Juan Marsé ha muerto a los 87; Ruiz Zafón lo hizo a los 55; Juan Benet, a los 65; Jaime Gil de Biedma, a los 60; Cela, a los 85; Francisco Ayala, a los 103 años. Hay toda suerte de números. Toda clase de vidas, cortas, longevas, medias. Cervantes vivió cinco años más que Antonio Machado, los dos fueron sexagenarios. García Lorca amasó los 38 años más prodigiosos de nuestras letras.

También están quienes desertan porque ya no pueden seguir escribiendo. Son los suicidas, como Virginia Woolf, Cesare Pavese o Ernest Hemingway. La muerte de los escritores siempre es especial, pues con ellos muere también —y allí la paradoja es fértil— una guerra abierta contra la muerte. Las ilusiones nos mantienen en pie. Bien me gustaría a mí robarle un título de libro al poeta Juan Gil-Albert, quien en 1944 publicó un conjunto de poemas del siguiente modo: Las ilusiones, con los poemas de El convaleciente. Cuando muere un escritor, mueren las ilusiones de todos sus lectores. Gil-Albert vivió, por cierto, 90 años.

Creo que hace unas cuantas décadas Alfonso Guerra reivindicó con justicia la figura de Gil-Albert, que sigue estando en el olvido. Kafka vivió 40 años. Los 40 años más misteriosos de la historia de la literatura son los de Kafka, pero ahora pienso que los 90 años de Gil-Albert también me producen una honda sensación de misterio. Lo dijo Vicente Aleixandre: venimos de una inexistencia y nos dirigimos a otra. Me acuerdo del poeta Félix Grande, que vivió 76 años. Recuerdo comidas, cenas, charlas, laberintos.

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