El hombre que no quiso ser Gabriel García Márquez
Periodista y escritor, el hermano del premio Nobel colombiano trató de esconder el parentesco familiar
Cuando, a los nueve años, el maestro le preguntó a Eligio Gabriel García Márquez (Colombia, 1947-2001) si de mayor querría ser un escritor como su hermano, el muchacho respondió: “No, porque a mí no me gusta meter mentiras”. Eligio fue bautizado Gabriel porque el padre de los García Márquez quería esa duplicidad en su familia, pero a lo largo de los años, hasta 2001, en que Eligio murió en Bogotá, ese descendiente que llevaba también el nombre del Nobel hizo todo lo posible para que no se supiera en público ni ese patronímico ni mucho menos el inmediato parentesco.
Así que Eligio, que sí terminó contando mentiras pues es autor de algunas novelas y fue un importante periodista en su país, firmaba Eligio García y así se presentaba ante los entrevistados (hizo grandes entrevistas literarias, como las contenidas en Son así. Reportaje a nueve escritores latinoamericanos, editorial La Oveja Negra, 1982; El Áncora Editores, 2002) y de esa manera pasó a la historia del periodismo y de la literatura de esta lengua.
De hecho, el reportaje que incluyó en ese libro en torno a la figura privada y pública de su hermano el Nobel apareció en prensa sin firma alguna, y solo se reveló la identidad del autor para la publicación de ese volumen que ahora se lee, en muchos aspectos, como una novedad sobre un fenómeno que él vivió de cerca sin más estridencia que la que podía desatar su trabajo.
Su amigo Gustavo Tatis, escritor que siguió su vida y su obra hasta el final y que escribió un libro ya célebre sobre Gabo y su familia, La flor amarilla del prestidigitador (Navona 2019), contaba esta semana desde Colombia: “Eligio luchó por ser él, no quería vivir de la fama de su hermano mayor; en algunos casos, como Vargas Llosa, con el que estuvo en Caracas cuando a Gabo le dieron el Rómulo Gallegos, no podía disimular, pero ante otros, como Guillermo Cabrera Infante o Alejo Carpentier, se presentaba como Eligio García, y como Eligio García firmaba luego esos reportajes”.
En el libro, que es ahora una rareza sobre el boom visto desde dentro cuando ya queda solo, en Vargas Llosa, un superviviente de la explosión, narra Eligio la extraña situación creada con el autor de Consagración de la primavera. Entonces Carpentier estaba en la cumbre antipática de la fama, le concedió a Eligio una entrevista que nunca se llegaba a celebrar, por distintas indisposiciones del genio cubano. Y así anduvo en peregrinación, sobre todo en París, Eligio García, sin que el reportaje tuviera lugar, hasta que, en esa ciudad, pareció que las cosas se enderezaban. Falsa alarma, porque de nuevo este hombre mucho más hosco que su literatura le dio portazo, aunque lo quiso obsequiar con un libro firmado. “¿Cómo se llama usted?”. Eligio le dijo su nombre propio, y Carpentier le pidió más concreción. Hasta que terminó por decirle sus dos apellidos. “¡¿Y por qué no me lo dijo antes?!” “Nunca a nadie le decía”, cuenta Tatis.
Era, sigue Tatis, “de una sencillez impresionante”. Y añade: “Ayudó a escritores jóvenes a sentirse cerca de Gabo, estudió Física para no acercarse a la literatura, o quizá para acercarse a Sábato, que fue su amigo [y es uno de los grandes retratos del libro], y acabó escribiendo uno de los libros clave sobre la escritura de su hermano, Tras las claves de Melquíades, además de La tercera muerte de Santiago Nasar, sobre la novela que Gabo situó en Sucre, el lugar de nacimiento de Eligio”.
Su pasión por hacer periodismo, “como los norteamericanos”, está presente sobre todo en el texto que dedica a su hermano en Caracas, en aquella ocasión del Rómulo Gallegos. Poseído por aquella aspiración de totalidad que tenían los contemporáneos de Norman Mailer o Truman Capote, y el propio Gabriel García Márquez, Eligio terminaba ese retrato con un monólogo que podría entenderse como una búsqueda psicológica de los orígenes literarios del autor de Cien años de soledad. “Entonces, ahí está él, el autor, como si no lo fuera, como si fuera otro y no él, su doble, sabiendo por boca de Carmen Balcells esas noticias, recordando quizás como ella esos recuerdos, cómo pasa el tiempo, madre mía, Bendición Alvarado, sabiendo también por boca del poeta Álvaro Mutis, quien anoche lo llamó de México y le gritó vociferante duerma tranquilo mi general porque hoy es una fecha histórica, esa cabrona obra me dejó sin aliento, sabiendo cómo los lectores devoraban el libro con muchísima más furiosa ansiedad con que fueron devorados vivos Leticia Mercedes María Nazareno y su minúsculo general de división por los sesenta perros iguales de mis desventuras”.
Ese reportaje de Eligio, que incluye otras crónicas de épocas concomitantes, tiene esta nota al pie: “Esta crónica fue publicada en la revista Flash de Bogotá, en febrero de 1971, sin firma y con el título de Gabriel García Márquez se hunde en la soledad de la gloria, y así también fue reproducida en Chile y en Venezuela. Esta es por lo tanto la primera vez que mi nombre aparece vinculado a este texto”.
De semejante envergadura, como estudio literario de un periodista que se sabe la lección antes de hacer preguntas, es el trabajo que hizo Eligio en Londres con Guillermo Cabrera Infante a finales de los setenta. El autor de Tres tristes tigres estaba saliendo aún de un nervous breakdown, ya era un exiliado molestado peligrosamente por la dictadura cubana y el joven García acudió a su casa y consiguió de él tal cantidad de detalles sumamente literarios que de ahí surge uno de los más hermosos retratos de Cabrera Infante como escritor. Cómo no, por algún lado sale el boom del que el cubano fue esquinado.
“¿Cómo se llama usted?”. Eligio le dijo su nombre propio, y Carpentier le pidió más concreción. Hasta que terminó por decirle sus dos apellidos. “¡¿Y por qué no me lo dijo antes?!” “Nunca a nadie le decía”, cuenta Tatis
Hablando del origen del término y también de sus integrantes, le dice Guillermo a Eligio: “La palabra boom aplicada a la literatura y no a la economía fue una invención argentina. Concretamente, de una revista de Buenos Aires: de ahí la atribución a Rayuela de su inicio. Creo que se comete una injusticia con Vargas Llosa. Fue La ciudad y los perros, que ganó el premio Biblioteca Breve y compitió por el Formentor en 1962, la novela que hizo interesar al público en España y en América Latina por una literatura de ficción escrita en español. Pero ese mismo año, no hay que olvidarlo, Jorge Luis Borges ganó ex aequo con Beckett el premio Formentor, que lo convirtió en una figura literaria internacional, llevando la literatura escrita en español más lejos que Vargas Llosa”.
Vargas Llosa, naturalmente, es objeto de los retratos de Eligio; y no, no sale aquí la famosa pelea. El reportaje se titula El bueno, el malo y el feo, está publicado en 1967 tras el paso del joven autor peruano por Bogotá y es, otra vez, un retrato veloz, pero profundo, de una de las personalidades claves del boom. “Trabajador incansable, peón de la literatura, como él mismo se califica, Vargas Llosa no se estuvo quieto un solo instante. (…) Tuvo tiempo para indagar todo lo referente a la obra de García Márquez anterior a Cien años de soledad, un libro que le habría gustado mucho haberlo escrito él, como lo confesó públicamente en un reportaje. Y también en privado sus elogios hacia el colombiano fueron aún mayores y entusiastas, ya que según Vargas Llosa esa novela convierte a García Márquez en una especie de Amadís de Gaula de América, el autor de una de esas novelas de caballería que tanto le gustan al escritor peruano”.
Eligio acompaña al cine al que luego sería Nobel, como su hermano, y va a ver una de Clint Eastwood. “Se oyen murmullos en la sala, alguien intenta aplaudir, otro silba. Pero un silbido más potente lo opaca: viene de la pantalla. Es la música de la película que se inicia: es Clint Eastwood, en compañía de otros dos forajidos, a la búsqueda de algunos dólares más”. Ennio Morricone poniendo silencio en la sala.
Este tesoro del nuevo periodismo hispanoamericano, compadre de Los nuestros, de Luis Harss, contiene otras delicias, como la conversación con Jorge Luis Borges, el retrato con Cortázar, el dibujo al desnudo de Carlos Fuentes o el impar relato de sus horas con Onetti en el apartamento que el uruguayo tuvo en la Avenida de América de Madrid. En ninguna de esas avenidas que transitó dejó Eligio García rastro de que hablaba desde una tribu, de un nombre o de un apellido que hiciera su voz más potente que las de cualquier otro. Era el hombre que no quiso ser sino Eligio García, un escritor, un periodista. El libro tendría que ser enseñado en las escuelas de los que quieren aprender a preguntar a los escritores.
Una vez concurrió a un premio literario. “Si no es bueno, no lo premien”, dijo su hermano. No lo premiaron. Cuando se le presentó el tumor que acabaría con su vida, Gabo le proporcionó toda su ayuda. “Él lo amaba”, dice Tatis, “y no quería ser él”. En todo caso fue, cuenta su amigo, “un puente hacia él”.
“Una partida de locos”
Una hermana de Gabo le reprochó un día a la recién fallecida mujer del autor de 'Cien años de soledad' las trabas que ponía ella para que cualquiera de los numerosos hermanos del Nobel se acercara a él aunque fuera por teléfono. Mercedes Barcha, recién fallecida en México, la mujer que puso en orden la vida para que el autor de 'Cien años de soledad' se dedicara solo a la literatura, le explicó: “Es que ustedes son una partida de locos”. “¡Pero tú te llevaste al loco mayor!”, replicó su cuñada.
Vino a cuento el diálogo porque otro hermano del escritor, cuando en 2008 se iba sabiendo que este perdía la memoria, explicó en público que ya no habría más libros de Gabo. Esa infidencia, como otras, le pareció impropia a Mercedes. Cuenta Tatis que ella apaciguó “el temperamento de los numerosos hermanos de Gabo, que encarnaban con ciertas semejanzas los Aurelianos y los Buendía, todos ellos narradores orales, ingobernables, volcánicos y apacibles, pero con matices excepcionales, como la serena sabiduría de Aida, la amorosa obstinación religiosa de Ligia, la abnegación de Margot, la apacibilidad de Rita”.
En medio de ese universo de locos y cuerdos, “Mercedes protegía a Gabo de asaltos a la privacidad y a las infidencias” de los próximos. Pero “su relación con todos ellos fue una curiosa mezcla de hermetismo amoroso y afectivo, sabiduría, prudencia y cordialidad”. Gabo, que no llevaba dinero de bolsillo, era administrado en todo por La Gaba. Regaló casa al hermano que no la tuviera, fue deferente con todos y siempre tuvo la seguridad de que Mercedes manejaría también “el departamento de rencores” que, por otra parte, no tuvo tanto quehacer.
Babelia
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